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35 segundos

Encabezados
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35 segundos



Cuando la prolongada recta estaba a punto de agotarse para rendir su erecta monotonía a una curva a izquierdas, peraltada y en subida hacia quién sabe qué alturas, Leocadio ignoraba que solo le quedaban 35 segundos de vida a pesar de que hubiera podido contarlos si se hubiese fijado en el reloj que aparecía en la pantalla de su teléfono móvil sobre la que deslizaba mecánicamente, de abajo arriba, el dedo pulgar para apenas si ver vídeos tan cortos como absurdos. Iba sentado en el asiento delantero al lado del conductor. Al volante estaba Munio, quien llevaba un minuto sin abrir la boca después de haber soltado la rienda de su verborrea durante los anteriores veinte minutos desde que salieran del pueblo al que jamás regresarían. Ambos ignoraban que en el momento en que Leocadio deslizó el dedo pulgar sobre la pantalla por última vez les quedaban 35 segundos de vida. Esa última vez que Leocadio deslizó el dedo pulgar para poner ante sus ojos un nuevo vídeo, se ensimismó con la mirada perdida en el confín de los recuerdos. Pensó en Miguel, el Bruto. Así lo llamaban muchos, aunque fuese un bonachón de fuerza bruta al que la vida había maltratado desde los catorce años. Aún no habían entrado en la cincuentena. Leocadio, Munio y Miguel tenían la misma edad: 48 años. Leocadio y Munio se conocían desde los ocho; a Miguel, el Bruto, lo conocieron con cuarenta. A ambos les sorprendió encontrarse con un hombre gigantón de cuarenta que aparentaba tener más de cincuenta; una mole de músculos y discreta sabiduría callejera. Miguel tuvo que marcharse de casa a los catorce años. Eran catorce hermanos, seis hembras y ocho machos. Miguel era el pequeño. Al poco de cumplir catorce, su madre, gitana, murió; y Miguel voló del nido por la necesidad de quien busca el sustento que un padre se niega a darle. Con catorce años comenzó a trabajar en las ferias, montando atracciones para las que se requería una fuerza descomunal. Vendió su músculo al peor postor. Durante catorce años lo acompañaron en aquella extenuante labor de carga y descarga dos de sus hermanos. Al cumplir Miguel 28 años, como si se hubiesen puesto de acuerdo para hacerlo casi a la vez, sus dos hermanos murieron uno detrás del otro después de catorce años de alcohol, drogas y peleas callejeras en un barrio en el que las personas se regían por sus propias leyes al margen del Derecho Constitucional de salón que ampara a la mayoría de ciudadanos de los Estados sociales y democráticos de Derecho. Miguel continuó vendiendo su músculo al postor para quien trabajó desde los catorce años. Después de veintiséis, al cumplir los cuarenta, el postor de sus músculos se jubiló y dejó a Miguel sin nada, en la calle, donde en el fondo siempre había estado. Fue entonces cuando apareció Munio, quien al ver la bondad de ese grandullón de fuerza bruta y prodigiosa le ofreció trabajar por temporadas para él en un taller de estructuras metálicas que acababa de abrir en un polígono industrial a las afueras de Madrid. Fue por aquel entonces cuando Leocadio, redactor de una revista cultural de poca monta, se quedó sin trabajo y estuvo unos meses en el taller de su amigo Munio mientras rehacía su vida profesional. En el taller fue donde Leocadio se quedó sorprendido de encontrar un hombre como Miguel, de una fuerza portentosa, con un aspecto de vehículo de carga muy usado, pero que, sin duda, si alguien hubiera cuidado aquella carrocería humana, Miguel hubiese sido un hombre muy apuesto. Cuando Leocadio lo vio por primera vez, a Miguel ya le faltaban algunos dientes. Pero lo que más le llamó la atención fue la bondad de aquel ser descomunal. Miguel comprendía perfectamente que para alguien que siempre había estado sentado al ordenador componiendo y maquetando textos, aquella labor en el taller, manejando hierros y pesos asombrosos, resultaba sisífica para Leocadio. Así que Miguel aligeraba algunas tareas de Leocadio prestándole el músculo que las hacía más llevaderas. A lo largo de los ocho años desde que se vieron por primera vez, Leocadio fue descubriendo algunos retazos de la vida de quien se había convertido en la mano derecha, el brazo derecho, de Munio, siempre tan hablador. Miguel no se llevaba bien con sus hermanos, aunque sí con sus sobrinos que eran más de cuarenta. Una familia numerosa. Miguel era soltero. Jamás tuvo hijos. Leocadio estaba seguro de que si en su vida hubiese aparecido una buena mujer, Miguel hubiera sido un hombre muy distinto. Ya era tarde. La vida te pone a veces en lugares cuya salida no es otra más que la muerte.

En esas consideraciones a la velocidad del rayo andaba Leocadio recordando a Miguel cuando sintió que el coche que conducía Munio salía del asfalto y daba algunas vueltas por el aire… En el último instante de su vida, Leocadio fue consciente de que la única salida a la suya propia era entregarse sin temor a la muerte. Jamás lo sabría, pero desde el último desliz de su dedo pulgar que le trajo el recuerdo de Miguel, el Bruto, apenas habían transcurrido 35 segundos.


Michael Thallium

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Cómo citar este artículo: THALLIUM, MICHAEL. (2025). 35 segundos. Numinis Revista de FilosofíaÉpoca I, Año 3, (CV109). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2025/04/35-segundos.html

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