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Un cagón en París (parte II)

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Un cagón en París (parte II)




Tomó el Metro y se dirigió al hotel que le habían reservado. Miguel Masa no había pagado ni el billete de avión ni el lujoso hotel en el que se iba a hospedar dos noches. Unos meses atrás, Eleftheria Christofidou, una millonaria ateniense con una cultura exquisita y que sentía un profundo amor por las artes y las letras, al enterarse del hallazgo del manuscrito, decidió ayudar a Miguel Masa. En realidad, ya llevaba muchos años ayudando al pintor español que esa misma mañana acababa de llegar a París. Eleftheria Christofidou adquiría de vez en cuando algunos cuadros de Miguel Masa, muy generosamente pagados, y con esos ingresos el artista iba saliendo de los aprietos económicos que periódicamente lo asediaban. Él jamás le contó a ella cuál era su verdadera situación y ella jamás le dijo a él que, aunque no la supiera, la intuía. Eleftheria Christofidou era una mujer muy inteligente, generosa y una gran amante. De esas tres cualidades, Miguel Masa solo conocía las dos primeras. Ignoraba que en los círculos más selectos de Europa a la señora Christofidou la apodasen «La Amante Inteligente». Los hombres quedaban fascinados por su extraña belleza griega, embelesados con ese hablar fluido envuelto en una voz sugerente, hermosa; y quienes lograron entrar en la íntima alcoba de la ateniense, se quedaron extáticos y atrapados sin remedio en sus prodigiosas artes amatorias. Todos los que penetraron en su intimidad terminaron conmovidos diciendo que la amaban… Pero eso es otra historia que no viene al caso que nos ocupa ahora. Eleftheria Christofidou dio órdenes de que reservasen el vuelo y el hotel a Miguel Masa y le asignó una cantidad de dinero para los gastos en los que pudiera incurrir en París. La señora Christofidou nunca mezclaba los sentimientos con los negocios. Si el original era auténtico, ella se quedaría con el cincuenta por ciento. A Miguel Masa le pareció un trato más que generoso: con que valiera un par de millones, él ya se quedaría con un millón de euros, más dinero del que jamás llegaría a ver reunido en su vida.

Con el dinero que le habían asignado, Miguel Masa se había comprado dos pares de zapatos en las rebajas. El único par que tenía estaba ya muy desgastado. Una vez que se duchó y descansó unos pocos minutos tirado en la enorme cama de la habitación del hotel, se dispuso a salir. El cielo de París estaba gris. Quería aprovechar el resto del día antes de que se pusiera a llover.  Tomó el Metro rumbo al Palacio Garnier, el famoso teatro de la ópera de París. Cuando llegó, lo rodeó para verlo bien. Buscó un lugar en el que tomar o comer algo. Después de si sí o si no, decidió meterse en el Café de la Paix, un sitio muy lujoso… y caro. Su economía no estaba para cometer excesos, pero un día era un día. Si finalmente el manuscrito era auténtico, en pocas semanas le sobraría el dinero. El maître, muy elegante y amable, lo recibió y le indicó a una camarera que acompañara al señor a una mesa. Recorrió el elegante salón siguiendo a la camarera hasta una pequeña mesa vacía, al fondo, entre otras dos ocupadas por mujeres. 

Se sentó, le trajeron la carta, miró los precios; que si sí que si no, que si una vez al año no hace daño… ¡Qué más da! Tiró la casa por la ventana. Pidió una cerveza y un Croque-Monsieur. La cerveza, 14 euros; el Croque-Monsieur, 23 euros. A ver, barato no era. Eso sí, con la cerveza le trajeron unas aceitunas y unos anacardos muy sabrosos, muy bien presentados. Y también muy bien presentado el Croque-Monsieur, que no deja de ser un simple sandwich mixto aderezado con un surtido de salsas: mayonesa, tomate, mostaza… Dado que la broma iba a costarle 37 euros, Miguel Masa sacó el cuaderno de notas y se puso a escribir, a esbozar algún que otro dibujo. En realidad anotaba consideraciones absurdas como las que acostumbraba a hacer: que si las dos señoras—Miguel Masa dibujó dos cacatúas setentonas, dos aves con cara de mujer parisina— que se sentaban a su derecha tenían el cabello tan lacado que aunque soplara un huracán no se les despeinaría ni un pelo, que si cuál sería la nacionalidad de la mujer solitaria con cara de asiática que se sentaba a su izquierda, que si los anacardos estaban buenos pero que, ¡joder!, catorce euros una cerveza… Bebía más rápidamente de lo que comía, así que pidió otra cerveza. Ya daba igual añadir catorce euros más a la cuenta. Volvieron a traerle otra cerveza bien presentada con acompañamiento de aceitunas y anacardos. Siguió escribiendo consideraciones absurdas y dibujando caricaturas de las elegantes personas que se encontraban en el salón. Algunas veces tapaba con una mano lo que escribía o dibujaba, para que no lo vieran quienes lo rodeaban, y esbozaba una sonrisa cuando no una carcajada reprimida. La segunda cerveza empezaba a hacer efecto. Le dio por dar conversación a los de la mesa contigua —las cacatúas ya habían volado—, un amable matrimonio que resultó ser de Turquía. Mantuvieron una breve conversación sobre arte. Después le dio conversación a la asiática solitaria de la mesa de la izquierda. Le preguntó de qué país era y ella dijo secamente que de Filipinas. Con su pregunta, Miguel Masa le había quitado el poco glamur parisino que pudiera tener. Pensó que la filipina lo había fulminado con la mirada echándole el mal de ojo. ¡Bah!, él no era supersticioso. Apuró la cerveza. ¡Que le den a la filipina… y a los parisinos! Pidió la cuenta. ¡Cincuentaiún euros, dos cervezas y un puto sandwich mixto!

Salió del Café de la Paix. Quería acercarse al barrio del Louvre, museo que tenía pensado visitar al día siguiente. Miguel Masa ya había estado allí hacía más de veinte años, pero quería volver a verlo. Ignoraba la cola kilométrica en la que le tocaría esperar para entrar y la masificación  para ver un estúpido cuadro de Leonardo da Vinci; un museo que parecía un lugar de recreo en alguna de cuyas salas resultaba patente el expolio que los franceses hicieron en Egipto y Grecia. Bajó caminando por la Avenida de la Ópera. Chispeaba. Cuando llegó al barrio de Pirámides, giró a la derecha para meterse en la Rue de l’Échele. Había oscurecido. Ya quedaba poco para llegar… ¡Oh, oh! ¡Problema! Miguel Masa paró en seco la marcha. Un mal retortijón despertó la señal de alarma. ¡No me digas que me van a entrar ganas de cagar ahora! El retortijón hizo amigos con otros de su estirpe y se pusieron a hacer travesuras. Miguel Masa sintió un concierto de ruidos extraños en su interior. ¡Joder, lo que me faltaba ahora! Allí estaba nuestro gran pintor español, parado en seco, apretando el esfínter en un elegante barrio de París. ¡No me jodas! ¡Pero dónde cago yo ahora! Miró a un lado y a otro con desesperación, sosteniendo el peso de su cuerpo sobre las piernas temblorosas. Bajarse los pantalones y hacerlo en la calle no era una opción. Merde!, pensó. Sentía un sudor frío en el rostro. ¡Qué cóño sudor! ¡Goterones! Vio el Café de Paris. Como pudo se las apañó para recorrer los escasos veinte metros —que a él ciertamente le parecieron una carrera de obstáculos— que lo separaban de su posible salvación. Al llegar abrió con ímpetu reprimido la puerta del café disimulando en la cara el tremendo esfuerzo que había estado haciendo con el esfínter hasta llegar allí. Un cocinero limpiaba el mostrador. No había clientes dentro. Preguntó dónde estaban los servicios. El cocinero le hizo indicaciones de que había que bajar las escaleras… Miguel Masa no le dejó terminar. Haciendo contorsiones con las que procuraba apaciguar lo que se avecinaba irremediablemente, se acercó a la escalera para bajarla lo más rápidamente que pudo. Abrió la puerta del servicio de caballeros. Lo sentía cada vez más cerca, pero aún faltaba llevar acabo la operación más delicada y complicada en su situación. Desabrocharse la hebilla del cinturón. Mientras lo hacía, Miguel Masa daba pequeños saltitos acompañados por el consabido temblor de piernas y una gota de sudor frío que desafiaba la fuerza de la gravedad en la punta de la nariz. Por uno de esos misterios vitales que jamás nadie logrará desvelar, toda hebilla ofrece una resistencia directamente proporcional a la urgencia del dueño del cinturón. El esfínter estaba exhausto, como si hubiera hecho una sesión de veinte dominadas a pulso. Tras la operación «hebilla», que Miguel Masa a duras penas resolvió con éxito, llegó la todavía más difícil de desabrocharse el botón del pantalón. No vamos a reproducir aquí las imprecaciones que Miguel Masa profirió en tan peculiar trance. Salvó los pantalones, pero no llegó a tiempo… Los calzoncillos se convirtieron en el recipiente de la primera puja de mierda, la más urgente. Y mientras el culo alcanzaba el asiento de la taza del inodoro, el resto clamó por su libertad ante un esfínter ya rendido y unas piernas que no daban más de sí. ¡Puta filipina que me ha echado el mal de ojo!, pensó según reía o lloraba —no era fácil saber si de risa o llanto se trataba— de alivio. El cuarto de baño, que no era muy grande, había quedado hecho un cuadro. Los calzoncillos, inservibles. ¿El pantalón? Podría salvarse con un agua al llegar al hotel. Miguel Masa hizo otra consideración absurda: si Piero Manzoni se hizo famoso con su latita de Mierda de artista, ¿por qué él, Miguel Masa, no habría de hacerse famoso también con la obra de arte que acababa de crear en pleno barrio del Louvre? Angustia de artista, la llamaría. Se las apañó para dejar aquello lo más limpio y decente posible. ¿Cuánto tiempo habría transcurrido desde que entró en el baño? ¿Veinte minutos? El caso es que al salir y subir las escaleras, se encontró con que el Café estaba cerrado y a él lo habían dejado dentro.


CONTINUARÁ...


Michael Thallium

Un cagón en París (parte II)


Cómo citar este artículo: THALLIUM, MICHAEL. (2025). Un cagón en París (parte II). Numinis Revista de FilosofíaÉpoca I, Año 3, (CV105). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2025/03/un-cagon-en-paris-parte-ii.html

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