Esta columna pertenece a una serie llamada Ciencia y crisis ecosocial. Véanse aquí la primera, segunda, tercera, cuarta, quinta, sexta y séptima columna de la serie, previas a esta octava.
Meditaciones latourianas (con la participación de Lapicero Blanco y otras artistas invitadas)
La
tarea de hacer política de y con las ciencias es compleja y exige una
aproximación multifactorial y precisa. En esta columna quisiera centrarme en un
aspecto muy general, pero no por ello menos necesario, en el camino que debemos
emprender.
Simplificando
mucho, desde el siglo XVII se impuso un ideal científico basado en la siguiente
premisa: se debe estudiar la naturaleza, el universo, cualquier parte de él,
con la misma frialdad con la que un astrónomo estudiaría un cuerpo celeste
remoto con el que nunca interactuará directamente. Se trataba de observar el universo,
incluyendo la Tierra, «como desde fuera», desde el punto de vista de Dios,
según la célebre expresión de Hilary Putnam.
Sin embargo, las ciencias de la
Tierra y el clima del último siglo nos hablan de nuestro planeta en otros
términos. Estaríamos ante un mundo formado no por objetos galileanos (como los
lejanos e indiferentes cuerpos celestes), sino de lo que Latour (2019) denomina
«agentes lovelockianos», en referencia a James Lovelock, uno de los fundadores
de la «teoría Gaia». Según otra de las progenitoras de la teoría, Lynn Margulis
(1998): «[Gaia] es un nombre conveniente para un fenómeno de escala terrestre:
la regulación de la temperatura, la acidez/alcalinidad y composición gaseosa.
Gaia es una serie de ecosistemas en interacción que componen un único y masivo
ecosistema sobre la superficie de la Tierra» (120). Es decir, los integrantes vivos
de los ecosistemas terrestres, los agentes lovelockianos, crean con sus
acciones y relaciones las condiciones de (in)habitabilidad de la Tierra.
Nuestro planeta no fue siempre el refugio de vida que es hoy, sino que llegó a
serlo y se mantiene como tal gracias a la labor de los propios seres vivos (y
unos cuantos no-vivos). Hablar aquí de agentes o acciones no implica que sean
seres racionales, movidos por intenciones complejas (aunque en muchos casos
puede que sí, ya que la vida mental de los seres vivos es más rica de lo que
pensábamos); hay que entender la agencia lovelockiana en un sentido más básico,
como la capacidad de participar en e influir sobre los procesos bio y
geoquímicos. Un agente lovelockiano es aquel que por el hecho de vivir y en
todo lo que hace para mantenerse con vida tiene un impacto, a veces mínimo, a
veces masivo, sobre su entorno.
Es
importante recalcar, como hace Donna Haraway (2019), que Gaia y sus agentes
lovelockianos no son una persona o una diosa, sino un fenómeno complejo
sistémico que compone un planeta vivo, «un evento intrusivo que deshace el
pensar como nos es habitual» (79). Y no solo lo deshace, sino que nos fuerza a
pensar de otra manera. Nos obliga, literalmente, a aterrizar y reconocer que:
todo
lo que hay por conocer de […] lo Terrestre, se limita, visto desde el espacio,
a una minúscula zona de pocos kilómetros de grosor entre la atmósfera y las rocas
madre. Una película, un barniz, una piel, unas cuantas capas infinitamente
plegadas. Hablad de la naturaleza en general todo lo que queráis, exaltaos ante
la inmensidad del universo, penetrad con el pensamiento el centro del planeta,
aterraos frente a esos espacios infinitos: de todas maneras, todo lo que os
concierne reside en esta minúscula Zona Crítica. De ella parten y a ella
regresan todas las ciencias que nos importan (Latour, 2019: 100).
Otra
diferencia fundamental entre los objetos galileanos y los agentes lovelockianos
tiene que ver con nosotros mismos. Podemos ver y estudiar un planeta o un
asteroide, pero rara vez interactuaremos con ellos y, si lo hacemos, serán
encuentros con escasas consecuencias, pues la desproporción de escala es
considerable. Dicho sintéticamente, los cuerpos celestes pertenecen a un plano
de realidad distinto al nuestro. A pesar de nuestros escarceos espaciales, los
seres humanos pertenecemos al plano terrestre, el único que nos resulta
ponderable y vivible. No estamos al mismo nivel que los cuerpos celestes, sino
ligados por completo a uno de ellos: el planeta Tierra. Y en el plano terrestre
quienes tienen el control son los agentes lovelockianos. Nosotros mismos
pertenecemos a esta categoría y nos pasamos toda nuestra estancia en la Tierra
interactuando con otros agentes lovelockianos. Podemos estudiar el espacio
exterior con indiferencia, porque de hecho hay poco en juego (salvo, quizás, si
un meteorito se dirigiese hacia la Tierra), pero estudiar la vida terrestre
como si nada es una actitud errónea, ya que somos parte de aquello que estamos
estudiando.
Así pues, las ciencias nos muestran nuestro
planeta y más en concreto la Zona Crítica como algo excepcional y delicado, que
no podemos ver «desde fuera», sino en el que tenemos que aprender a manejarnos «desde
dentro». Prosigue Latour (2019): «Según el modelo de los objetos galileanos es
coherente la idea de naturaleza como recurso explotable. Con agentes
lovelockianos, en cambio, es inútil hacerse ilusiones» (97). Somos parte de este mundo, agentes
lovelockianos necesitados de otros agentes lovelockianos, y cualquier decisión
que tomemos influirá en su devenir, que es también el nuestro. Más cuando
nuestra capacidad de alterar, cortocircuitar y dañar los sistemas gaianos y al
resto de agentes lovelockianos es tan desproporcionada.
De
lo anterior Latour (ib.) extrae la siguiente conclusión: «las ciencias
de la naturaleza-proceso no pueden tener la misma epistemología un tanto
condescendiente y desinteresada de las ciencias de la naturaleza-universo, pues
la filosofía que protegía a estas no sirve de nada a las primeras» (101-2). En
una suerte de ruta circular, las ciencias de la Tierra nos abrían a una visión
gaiana del mundo y esa visión nos devuelve a las ciencias, que deben
replantearse su lugar ante el escenario que ellas mismas esbozan. Ya no es
posible mantener una imagen (poco realista, además) del hacer científico como
una práctica epistémica situada en ninguna parte. Según afirman los amigos
Sergio Martínez Botija y Adrián Santamaría (2018): «A los agentes lovelockianos
les son, en definitiva, concomitantes las ciencias situadas: solo aquellas
pueden arrojar claridad sobre la singular situación ante la que nos encontramos»
(14). Esta será la premisa para repolitizar las ciencias (si es que alguna vez
dejaron de ser políticas).
Ahora
bien, más allá de cualquier situación sociopolítica más concreta, ligada a un
tiempo histórico, una clase social, un orden racial y/o patriarcal (lo que las
feministas han teorizado como «conocimientos situados»), la situación
primigenia en la que las ciencias deben reconocerse es la de la Zona Crítica,
la superficie terrestre, con sus ecosistemas y climas complejos y frágiles.
Entiendo, al estilo de Latour, que la política es siempre territorial y debe
responder a las exigencias de territorios concretos. En un mundo globalizado
como el nuestro, el territorio básico es la Tierra entera en calidad de Zona
Crítica, de Gaia. Así pues, las ciencias de la Zona Crítica o ciencias gaianas han
de hacerse responsables del delicado problema que tenemos les humanes ante las
crisis ecosociales globales: «descubrir de cuántos otros seres necesitan para
subsistir. No se trata de buscar el acuerdo de todos estos agentes
superpuestos, sino de aprender a depender de ellos. Ni reducción ni armonía» (Latour,
ib.: 109). De nuevo Sergio y Adri (perdónenseme las confianzas) junto
con el también amigo Jesús Pinto, tercer integrante de aquel proyecto pionero
que fue Lapicero Blanco, y José María Santamaría (2018), condensan aún mejor lo
que está en juego aquí: se trata de hacer ciencia (por lo menos en lo tocante a
la Tierra y sus agentes) «como si la vida importase».
Pavlo Verde Ortega
Meditaciones latourianas (con la participación de Lapicero Blanco y otras artistas invitadas)
Cómo citar este artículo: VERDE ORTEGA, PAVLO. (2025). «Meditaciones latourianas (con la participación de Lapicero Blanco y otras artistas invitadas)». Numinis Revista de Filosofía, Época I, Año 3, (CM46). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2025/03/ciencia-y-crisis-ecosocial-810.html
Bibliografía
HARAWAY,
DONNA. (2019). Seguir con el problema. Consonni.
MARGULIS, LYNN. (1998). Symbiotic planet. A new
look at evolution. Basic Books.
LATOUR,
BRUNO. (2019). Dónde aterrizar. Cómo orientarse en política. Taurus.
SANTAMARÍA,
ADRIÁN y MARTÍNEZ BOTIJA, SERGIO. (2018). Nunca fuimos postmodernos. Tres
respuestas terrestres a un objetor anti-ecologista.
SANTAMARÍA
PÉREZ, ADRIÁN, MARTÍNEZ BOTIJA, SERGIO, PINTO FREYRE, JESÚS y SANTAMARÍA
GARCÍA, JOSÉ MARÍA. (2018). Propuesta de un marco para una bioética del
cuidado, o como si la vida importase. Hacia una comprensión de (y un compromiso
ante) nuestra finitud. Ene. Revista de enfermería 12(3)
Putnam
aborda la cuestión del ojo de Dios en varios pasajes de su obra a partir de los
años 80. La primera aparición del concepto tiene lugar en su libro Razón,
verdad e historia. Para los conocimientos situados son referencia obligada
el artículo «Conocimientos situados» de Donna Haraway o el libro Ciencia y
feminismo de Sandra Harding.
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