Esta columna pertenece a una serie llamada Ciencia y crisis ecosocial. Véanse aquí la primera, segunda, tercera, cuarta, quinta, sexta, séptima, octava, novena y décima columna de la serie, previas a esta undécima.
La ciencia que necesitamos
Una
de las tesis básicas que se desprende de esta serie de columnas que ya concluye
es la que se conoce como coproducción ciencia-sociedad. Según una de sus
máximas defensoras, Sheila Jasanoff (1996), no hay una relación bipartita y
unilateral entre actores políticos por un lado y actores científicos por otro,
sino que las decisiones ya acciones de unos influyen en las de los otros y que
a su vez influyen de vuelta en los primeros… Y así sucesivamente. No es en rigor
un ciclo lineal, sino una maraña de influencias cruzadas, muchas de ellas
simultáneas. Resulta imposible decir si la ciencia es política o si la política
se mueve al son de la ciencia, pues el entrelazamiento es profundo. Si caso,
podemos afirmar que vivimos en sociedades políticocientíficas, valga el
palabro.
Para
Jassanoff y otras autoras, la coproducción es un hecho. Miremos adonde miremos
en la historia y el presente de las ciencias, nos percataremos de que ha sido
influida por factores sociales y que a su vez ha influido en otros ámbitos de
la sociedad. La pregunta, que ya adelantaba tiempo atrás, es: ¿cómo coproducir
ciencia y sociedad de la manera más democrática y sostenible que esté en
nuestra mano?
Es
verdad que las ciencias climáticas se han enfrentado a presiones y
conspiraciones negacionistas fuertes por parte de gobiernos, empresas, etc.
Pero no por ello debemos olvidar que para incitar a la acción la ciencia debe
ponerse ella misma en marcha, en acción. Isabelle Stengers (2014), vieja
conocida de esta serie, defiende que la tarea de unas ciencias realmente
democráticas debería ser reunir a todos los actores concernidos con respecto a
la cuestión sobre la que se está investigando (aquí está pensando a partir de
las ya bien conocidas cuestiones de interés de Latour). La premisa es que: «un
saber no puede ser a la vez pertinente y desligado» (19).
Stengers
contrapone dos arquetipos a este respecto. El primero sería el experto: «ese
cuya práctica no se ve amenazada por el problema que está en discusión» (36). Sería
el perfil propio del modelo de transmisión científica de «muelle de descarga» del
que ya hablé en la columna pasada. Frente a este se encuentra el diplomático,
aquel que: «está ahí para darles voz a todos esos cuya práctica, cuyo modo de
existencia, lo que por lo general se llama identidad, se ve amenazado por una
decisión» (37). El diplomático es el científico/a que se reconoce situada en un
lugar y un tiempo concretos y se autopercibe como parte de una sociedad que la
ha producido y que a su vez está contribuyendo a producir. Es una posición que
entraña responsabilidad:
El
rol de los diplomáticos por lo tanto es ante todo revertir la anestesia que
produce la referencia a un progreso o al interés general, darle voz a los que
se definen como amenazados, de manera tal de hacer vacilar a los expertos (ib.).
Así pues, una respuesta preliminar a
la pregunta: ¿qué ciencia necesitamos? Sería: unas ciencias diplomáticas, que
den voz a la multitud de agentes involucrados en lugar de silenciarlos apelando
a su palabra experta. Y en el caso de la crisis ecosocial hay muchos agentes a
los que dar voz, humanos (comunidades indígenas y locales, activistas
ecologistas, agricultores, ayuntamientos, gobiernos regionales o estatales,
empresas pequeñas, medianas y grandes, ONGs y un largo etcétera que dependerá
del contexto) y no humanos (animales, plantas, bacterias, hongos, procesos
ecosistémicos, fenómenos meteorológicos, etc.). Aquí «dar voz» significa una
amplia gama de actos que van desde, literalmente, dejar hablar y escuchar (lo
cual tiene sentido para la mayoría de actores humanos), hasta tener en cuenta
intereses (puede ser el caso de los pueblos indígenas no contactados o los
seres vivos no humanos) o incorporar factores en la discusión (válido para
aquellas entidades que no tienen voz ni siquiera intereses, como los procesos
ecosistémicos y los fenómenos meteorológicos). Dar voz, asimismo, no equivale a
conceder igual consideración o importancia a todos los intereses o
participaciones, que muchas veces serán contrapuestos. Pero sí implica disolver
la dicotomía ciencia vs. gobiernos para crear un paisaje político más amplio en
el que las legitimidades y los cauces de acción se puede definir de otra
manera.
En este esquema las ciencias dejan
de ser una especie de Casandra solitaria y frustrada y se convierten en una
enredadera que enlaza colectivos diversos. Hasta aquí, todo bien. Sin embargo,
a esta propuesta, inspirada en las Cosmopolíticas de Stengers o las Políticas
de la naturaleza de Latour, se la puede acusar de poco concreta e incluso
de defender una suerte de «todo por el pueblo, pero sin el pueblo». Para evitar
estas derivas, es necesario completarla con otras aportaciones tal vez más
aterrizadas.
Una primera aproximación en esta
línea es la «ciencia en el terreno» de David Cash y coautores (2006). A su
juicio: «Es más probable que la información científica y tecnológica influya
eficazmente en la adopción de decisiones en la medida en que las partes
interesadas pertinentes la consideren no solo científicamente creíble, sino también
destacada y legítima» (468). Por ello apuestan por una práctica científica con
cuatro ingredientes principales: 1) convenir: unir cara a cara a los
agentes, 2) traducir: literal o metafóricamente, adaptar los
conocimientos para que sesan inteligibles por todas las partes, 3) colaborar:
que haya acuerdo entre las partes para coproducir conocimiento, objetos
fronterizos (boundary objects) [véase definición en la bibliografía] y 4) mediar:
representar los distintos intereses para aportar sensación de equidad.
Esta propuesta guarda fuertes
semejanzas y se puede complementar con otra, si cabe más ambiciosa: la ciencia
ciudadana. Este concepto, en boga en las últimas décadas, tiene tantas
definiciones como definidoras, pero a grandes rasgos se puede describir muy
esquemáticamente como aquella ciencia que cumple dos características básicas: servir
a los intereses de la ciudadanía y ser realizada por la propia ciudadanía (es
decir, la comunidad científica colaborando con personas que no han recibido una
formación científica específica). La ciencia ciudadana tiene el objetivo de
acabar con el «modelo del déficit», según el cual: «el público carece de
conocimiento y experiencia y está a la espera de ser ilustrado (Wynne, 2006)» (Strasser
et al., 2019: 10). De esta manera procura: «Hacer que la política científica
responda mejor a la “comprensión” y las “preocupaciones” de la gente, haciendo
así que la política científica sea más “democrática” (Irwin, 1995: 69–80)» (ib.:
3).
Se trata además de un modo de hacer ciencia que permite la inclusión del conocimientos situados, corporizados y en los cuales la experiencia personal importa, validando así el saber aparentemente «no científico», que tan relevante es por otra parte para una comprensión más completa de la crisis ecosocial (véase la tercera columna).
Por
último, conviene concluir este somerísimo repaso de la ciencia ciudadana
aludiendo a su escasa separación entre lo epistémico y lo político. Como
recalcan Strasser y coautoras (ib.), la ciencia ciudadana: «es
tanto una ventana a la transformación de la ciencia moderna como a las
transformaciones de las sociedades contemporáneas» (2). Cambiar la forma en la
que conocemos, en definitiva, es una de las muchas maneras en las que podemos
cambiar nuestras sociedades. Un conocimiento más participativo e incluso
redundará sin duda en sociedades un poco más participativas e inclusivas.
La diplomacia científica de Stengers,
la ciencia en el terreno o la ciencia ciudadana no han quedado aquí más que
esbozadas. Haría falta un desarrollo mucho más amplio de cada una y más
atención a ejemplos concretos para poder hacerles justicia. Esta es una tarea
que queda pendiente y a la que intentaré atender en un futuro próximo. Por el
momento, espero que esta brevísima introducción haya servido para aproximarnos
a otros modos de hacer ciencia y ver cómo podrían ser más fructíferos a la hora
de alinear a diferentes grupos sociales en favor de una transición ecosocial
ambiciosa. El denominador común a todos ellos es que no conciben las ciencias
como una institución enfrentada a la sociedad, a la que debe iluminar y guiar
unilateralmente, sino que resaltan la importancia de diluir las fronteras entre
«lo científico» y «lo social» e involucrar a otras voces y agentes en la
producción y evaluación del conocimiento acerca de la crisis ecosocial. No
estoy afirmando que si estos modos de hacer ciencia se generalizasen
lograríamos poner en marcha automáticamente una transición ecosocial ambiciosa.
Tampoco que la situación política y ecológica actual fuera a ser
sustancialmente mejor (para eso probablemente haría falta una revolución
política que no se ve en el horizonte). Lo que sí creo, aunque puedo
equivocarme, es que las ciencias podrían contribuir mucho más activamente a la
lucha ecosocial desde estos modos de hacer.
Con esto concluye, al menos por
ahora, la serie «Ciencia y crisis ecosocial». Espero que haya resultado amena y
constructiva y que no haya ofendido a nadie a quien no quisiera ofender.
Pavlo Verde Ortega
La ciencia que necesitamos
Cómo citar este artículo: VERDE ORTEGA, PAVLO. (2025). «La ciencia que necesitamos». Numinis Revista de Filosofía, Época I, Año 3, (CM49). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2025/03/ciencia-y-crisis-ecosocial-1111-la.html
Bibliografía
CASH, DAVID; BORCK, JONATHAN y PATT, ANTHONY. (2006).
Countering the Loading-Dock Approach to Linking Science and Decision Making. Science,
Technology, & Human Values 31(4), 465-494
JASANOFF, SHEILA. (1996). Beyond Epistemology:
Relativism and Engagement in the Politics of Science. Social Studies of Science
26(2), 393-418
STENGERS,
ISABELLE. (2014). La propuesta cosmopolítica. Revista Pléyade 14, 17-41.
STRASSER, BRUNO J.; BAUDRY, JERÔME; MAHR, DANA, SÁNCHEZ, GABRIELA and TANCOIGNE, ELISE. (2019). ‘Citizen Science’? Rethinking Science and Public Participation. Science & Technology Studies, 32(2), 52–76. doi: 10.23987/sts.60425
Los objetos fronterizos, según la definición original de Susan Leigh Star y James Griesemer en “Institutional Ecology, 'Translations' and Boundary Objects: Amateurs and Professionals in Berkeley's Museum of Vertebrate Zoology, 1907-39”, son: «objetos que son lo suficientemente plásticos como para adaptarse a las necesidades locales y a las limitaciones de las distintas partes que los emplean, pero lo suficientemente robustos como para mantener una identidad común en todos los sitios.» (393).




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