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Otros quince minutos de cuento - Reseña artística

RESEÑAS
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Quince minutos de cuento

La exposición de la reconocida artista argentina Liliana Porter (1941) en la galería Espacio mínimo: Otros cuentos inconclusos, consiste en narraciones abiertas que dan lugar al humor, reflexión e interpretación. El trabajo de Porter se distingue por combinar la fantasía y lo poético con lo cotidiano y el humor. Una cantidad ingente de objetos descontextualizados se acumulan en la sala, objetos aparentemente comunes y banales: cartas, figuras, un zapato, libros, instrumentos de cuerda rotos, etc. Se relacionan entre sí generando una narración a partir de la resignificación, gesto constantemente manifiesto en la obra de la argentina: la perplejidad que provoca ideas nuevas.



En los collages de Porter predomina el absurdo y la ironía: distintas figuritas se sitúan en el espacio aspirando a realizar grandes acciones, igual que los instrumentos cobran vida desprovistos de sus cuerdas y, en algunos casos, de sus mástiles. Estos objetos mundanos, obtenidos por Porter en viajes y otras ocasiones, sumamente frágiles y delicados, son situados ejecutando acciones disparatadas para personajes como estos. Se produce una ruptura de la lógica vital través de la excentricidad y del ingenio que recuerda al Arte Pop. La artista argentina desubica y resignifica para poder animar a sus figuras una vez el espectador les dote de interioridad; este es el objetivo del Arte pop en palabras de Warhol, «hacer que las cosas hablen por sí mismas» (Warhol, A. 2007). Por otro lado, hay presencia de iconos como Evita Perón o John F. Kennedy, personajes que han terminado asentándose en la cultura popular a través del: teatro musical en el caso de Evita (1978), y por medio de series o películas como Jackie (2016) y American Horror Story (2021) en las que aparece el político estadounidense. Así mismo, hay una pieza en mención al célebre ratón Mickey Mouse, un llamamiento a la infancia del espectador. También un recuerdo para la artista de aquel recuerdo, ahora transformado en momento, en el que nada resultaba raro o extravagante; en nuestra imaginación infantil un palo podía ser una gran espada y un violín sin cuerdas podía sonar. Liliana Porter invita a una participación, pero interior, por parte del espectador, nos invita a jugar con ella. La identidad hermenéutica de la obra, en términos de Gadamer, se alcanza a través del juego que propone la artista. Un juego que puede resultar nostálgico, pues al finalizar la exposición la infancia vuelve a ser el recuerdo reducido de un único, e imborrable, momento.



El uso de esta iconografía mencionada también se inserta en la visión de estética pretenciosa, sobrecargada, e incluso vulgar, que caracteriza a lo kitsch. Entre la multitud destacan los objetos horteras, lo que normalmente se identifica con el mal gusto, aquello que perturba la belleza del hogar o de cualquier espacio. No es novedoso el uso de dichas piezas en el arte contemporáneo, sobre todo como herramienta de ironía y un gesto de rebeldía hacia el «arte elevado»; presentar como bellas y artísticas estas figuras supone una ruptura con la idea tradicional de belleza. Remitiendo al concepto original griego de kalia (bello) como el orden que posee un objeto y que se exterioriza, lo kitsch resulta completamente antagónico. Figuras de colores llamativos y rostros perturbadores, de tamaño pequeño y simulando una ternura que se torna inquietante. Un antagonismo que recuerda al tierno recuerdo del pasado al que –ingenuamente– siempre queremos volver, como si allí no hubiera nada feo e inquietante. Esta tendencia consiste en ensalzar el rechazo de dichos objetos en un pulso contra la idea de belleza que ha predominado a lo largo de la historia. Dicho gesto culmina con el recurso audiovisual que se expone en la planta baja de la galería: acompañado de una melodía, se presentan historias protagonizadas por estos objetos «feos», logrando una sensación de belleza y ternura alejada del carácter grotesco del que se acusa a las figuras. A lo largo del recorrido se produce una yuxtaposición de imágenes que saturan visualmente al estar cargadas de objetos desordenados y que provocan reflexión acerca de la vida de una misma. Sobre todo, acerca de lo pasado, de lo que resulta familiar al ojo que observa cargado de historia y que no sabe mirar atrás sin volver a interpretar, confundiendo y reconstruyendo. El arte kitsch es ingenuo y accidental, Porter no trata de negarle su definición, sino que toma estos dos principios para expresarse en el caos que determina la experiencia vital, en la ambigüedad inherente en el humano.



En la propuesta de Porter hay latente una crítica a la comercialización –curiosamente, lo kitsch es acusado como producto consumista– y trivialización de la cultura, así como a la sobrecarga de estímulos. Especialmente reflejado en la caja de cerillas con el rostro de Evita: una insignificante caja de cerillas que porta el rostro de una figura relevante y reconocible en la cultura, transformándola así en producto de consumo. Dicha crítica queda elegantemente integrada en el discurso irónico que articula la exposición, pues atiende a la sobrecarga de estímulos propia del ser arrojado –lleno de posibilidades–, y la sobre-estimulación producida por el capitalismo. Los objetos presentes en la propuesta de la artista argentina proponen una reflexión acerca de los conceptos que se han considerado ciertos y verdaderos en torno a sus figuras, esto es, una revisión de la verdad. Sugiere pensar acerca de las ironías de la condición humana en nuestro tiempo, sobre el valor de las cosas en la sociedad del consumo; resulta significativamente evidente en los platos rotos de la planta baja: la vajilla ostentosa, reventada y sin valor crea una imagen bella, una pieza de arte. En su totalidad, las obras son un cúmulo de objetos que ningún sentido tienen por sí mismos, necesitan de la mediación hermenéutica, el espectador debe interpretarlos, pero también aceptar la ambigüedad y dotarlos de valor.

Para lograr desprender estas conclusiones de la exposición, cabe tener en cuenta que el espacio es completamente blanco, libre de color, un no-lugar que bloquea cualquier contexto que pueda intervenir en la interpretación. Esta es otra de las huellas clave para reconocer una obra pictórica de Porter: la descontextualización. Tan siquiera se establece un tiempo, el punto de partida es la eternidad. En términos heideggerianos: el pasado, presente y futuro están esencialmente entrelazados, no existe un tiempo que defina los cuentos de Porter, mucho menos un «presente puro». Ante dicha circunstancia, el escenario de Otros cuentos inconclusos desafía nuestra relación con la realidad en la manera de entender o interpretar sus obras. El uso de iconos y símbolos reconocibles, así como la libertad interpretativa del espacio, es lo que hace su arte accesible a todo tipo de público sin importar sus conocimientos previos acerca del arte.

Cómo citar este artículo: RODRÍGUEZ, ÁGUEDA. (2025). Otros quince minutos de cuento - Reseña artística. Numinis Revista de FilosofíaÉpoca I, Año 3ISSN ed. electrónica: 2952-4105.

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