

En primera fila
Cuando la cabeza de la baqueta golpeó suavemente el parche del timbal, el público comenzaba a fluir como el agua de un meandro por los laterales y el fondo del patio de butacas. Los anfiteatros estaban ya bien nutridos de un público curioso. ¿Cuántas personas habría logrado convocar aquella noche? ¿Mil quinientas? ¿Dos mil? Aún quedaban veinte minutos para el comienzo del recital. Javier siguió ultimando la afinación de los timbales. Con un movimiento preciso de muñeca, hizo bajar el cuerpo de la baqueta para que el fieltro de la cabeza se hundiera levemente en la membrana provocando ese sonido casi imperceptible entre el rumor de las voces de quienes poco a poco iban cubriendo las butacas. No necesitaba probar más. El instrumento estaba dispuesto. Dejó las baquetas sobre la bandeja donde descansaban otras muchas que esa noche utilizaría en el concierto. Una bandeja a su derecha con cinco pares de baquetas; otra a su izquierda con otros tantos. Baquetas finas con cuerpo y cabeza de madera, otras más gruesas, otras con cabeza de piel, otras con cabeza de fieltro… Cada una de ellas para lograr un sonido distinto: más cálido, más seco, mas profundo, más agudo, más envolvente. Miró hacia atrás y vio las sillas vacías de los profesores de la orquesta. El conocía muy bien esa sensación antes de un concierto. Llevaba toda la vida tocando la percusión en una orquesta sinfónica, sentado allá al fondo, en lo alto. Hoy era distinto. Sus cinco timbales y el platillo estaban en primera fila. Hoy él era el solista. Decidió volver al camerino para cambiarse.
Cuando salía por la puerta lateral, los profesores de la orquesta comenzaban a salir para ocupar sus sillas: algún trompetista para calentar labios y repasar algún que otro pasaje musical enrevesado; los trombones, luego la tuba, las trompas, las flautas, los clarinetes, los oboes, los fagotes, los violines, las violas, los violonchelos, los contrabajos… Un goteo de músicos que poco a poco iba inundando el escenario de sonidos desconcertados que se unían al rumor de las voces del público conformando un todo amorfo y abstracto, sin orden. Momentos previos al concierto.
Javier, en el camerino, era ajeno a todo ese desconcierto humano. Vio un mensaje de su mujer en el móvil: «El nene va a salir con sus amigos esta noche». El nene era su hijo. Respondió: «Te llamo luego. Un beso». Se quitó la ropa de calle y volvió a vestirse con una pantalón negro, una camisa negra y zapatos negros. Negro. Un inquietante alud de recuerdos se le vino encima. Recordó los cuerpos de sus vecinos muertos, arrastrados por la riada en Paiporta unas semanas antes. Desde la terraza del ático donde vivía, fue rescatando a quien pudo; unos con vida, otros muertos. Dio un respingo y volvió en sí. Llamaron a la puerta de su camerino. Cinco minutos para salir a escena. Respiró hondo. ¡Cuántos hijos se habrán quedado sin sus padres! ¡Cuántos padres sin sus hijos! Los recuerdos le transportan a su infancia en Jijona. Allí fue donde empezó a tocar la percusión, muy jovencito, cuando tenía ocho años. A la banda de Jijona fue a parar el maestro Juan Iborra, percusionista y director de orquesta. Fue él quien le mostró a Javier el camino de la música. Y una vez que dio el primer paso, jamás lo abandonó, hizo camino al andar. Javier pensó en las burradas que hizo de joven por la música. Con quince años se levantaba a las cinco de la mañana. Horas y horas y más horas practicando sin salir del zulo donde guardaba los instrumentos de percusión: entre semana, los fines de semana, en vacaciones. La percusión se convirtió en su vida y su obsesión. No le importaba recibir un no por respuesta. Llegó a separarse de su familia...
Javier vuelve en sí desde la infancia cuando el director al frente de la orquesta esa noche lo saluda y le pregunta: «¿Listo? ¿Salimos?» El sonido de la afinación de la orquesta acaba de apagarse y el auditorio se ha quedado en silencio, expectante. El director extiende la mano y le muestra el camino de salida a escena. Javier sonríe. Abren la puerta y sale con paso decidido, como cuando emprendió el camino que le descubrió el maestro Iborra. El silencio se quiebra con unos primeros y tímidos aplausos que desembocan en un cálido torrente de palmas que le dan la bienvenida al escenario. Javier saluda. Agacha la cabeza. Sonríe. El auditorio está casi lleno. ¿Dos mil personas? Se sienta ante los timbales. Agarra el primer par de baquetas. Mira al público. Mira al director, a sus compañeros de orquesta. Con él empieza el concierto. Sabe que el primer golpe de la baqueta en el timbal es su carta de presentación. Un golpe con el que decirlo todo: todos esos años de sacrificio, tantas veces que obtuvo un no por respuesta, horas y horas de práctica y estudio, kilómetros y kilómetros de carretera, aviones, sus padres, su mujer, su primer y único hijo, su nene, Paiporta, la riada, la muerte… la vida. Alza la baqueta que romperá el silencio sagrado del que nace la música: «Soy Javier Eguillor». Cuando la cabeza de fieltro golpea el parche del timbal, vibra la membrana de la humanidad y comienza el viaje indescriptible que transporta las almas a otros lugares remotos, inefables...
Javier, satisfecho, se ha transformado en un pequeño y humilde dios en primera fila.
Michael Thallium
En primera fila
Cómo citar este artículo: THALLIUM, MICHAEL. (2025). En primera fila. Numinis Revista de Filosofía, Época I, Año 3, (RM44). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2025/02/en-primera-fila.html




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