

Muchas veces los libros te llaman, llegan de improviso; otras, uno los busca desesperadamente y no los encuentra, se hacen de rogar. Los hallazgos fortuitos más felices suelen ocurrir —al menos a mí— en las librerías de lance y viejo. Cuando uno menos se lo espera, asoma un libro inocente que luego resulta ser la punta del iceberg de todo un descubrimiento. Me ocurrió hace un par de días. Caminando por la madrileña calle de Hilarión Eslava —muchos ya ni se acuerdan de que Miguel Hilarión Eslava Elizondo fue un sacerdote, musicólogo y compositor del siglo XIX que llegó a componer hasta tres óperas—, vi un letrero redondo que sobresalía de la fachada de un edificio: Librería Circular Livre. A través de los cristales se veían los libros que, sin ninguna duda, eran usados. A quien es pez en charcas literarias le basta apenas con ver un libro amarillento por el paso de los años para picar en el anzuelo de la librería de lance. Piqué y entré. Andaba detrás del cancionero de Francesco Petrarca desde hacía un par de semanas. Allí lo encontré en una edición de Bruguera de 1983, traducida del italiano por el gran Ángel Crespo. En uno de los anaqueles, detrás de los lomos de una hilera de libros, sobresalía uno del que solo podía leerse su autor, Julian Marías. Aparté los libros que lo tapaban para ver cuál era el título. En la cubierta aparecía el dibujo del busto de un filósofo. Debajo de él podía leerse en letras mayúsculas de color vino: MIGUEL DE UNAMUNO. El libro lo publicó Espasa Calpe en 1943. Lo abrí y comprobé que en la portada había una firma con tinta negra de un tal José Luzán, fechada en San Lorenzo del Escorial el 30 de julio de 1943. Julián Marías le dedica el libro a su uxori dilectissimae, es decir, a su amada esposa. En aquel año Julián Marías cumplía veintinueve años y su mujer treintaiuno. Muchos años después, en 1977, murió Lolita, la mujer de Marías, una muerte que le pesó hasta el fin de sus días en 2005.
Con esos dos libros iba uno ya servido, pero hete aquí que sin buscarlo, surge un librito pequeño, con la cubierta amarilleada por el paso del tiempo. En letras mayúsculas y negras, sin tilde, podía leerse: SARA INSUA DE PALACIOS; centrado, el título en mayúsculas rojas de mayor cuerpo que las anteriores: PETALOS. Al pie, en letra negra más pequeña figuraba: MADRID, 1969. Lo primero que me llamó la atención fue el nombre de una mujer para mí desconocida. El librito apenas tiene treintainueve páginas. Dentro tiene una dedicatoria escrita a mano con bolígrafo azul: «Para Clara Tejada con cariño y simpatía». La firma Sara Insúa en Madrid el 19 de abril de 1972. ¡Vaya, vaya! ¡El libro está firmado por su autora! Me lo llevo. De camino a casa, en el Metro voy leyendo el prólogo firmado por Joaquín de Entrambasaguas. Indago. Resulta que el tal Entrambasaguas fue un filólogo, catedrático, historiador y gastrónomo madrileño, el mismo que presidiera la comisión depuradora que en 1939 destruyó la tirada de 50.000 ejemplares del poemario El hombre acecha de Miguel Hernández. Muchos años después, en 1981, este libro pudo reeditarse porque se habían salvado dos ejemplares de aquella tirada. Leyendo el prólogo descubro, porque así lo escribe Entrambasaguas, que Sara Insúa de Palacios tiene en sí sangre literaria, porque es hija «del gran novelista Alberto Insúa y esposa del polifacético escritor Mariano Sánchez de Palacios». Tiro del hilo indagatorio y descubro que Alberto Insúa tiene una hermana que se llama y Sara Insúa —tía de la otra Sara, la poetisa— y que también es escritora de cuentos y novelas y traductora del francés bajo el seudónimo masculino de Próspero Miranda. En realidad no son hermanos de sangre, porque Alberto Insúa fue adoptado por el abogado y escritor Waldo A. Insúa, padre de Sara Insúa. En fin, que uno va descubriendo que hay vidas muy intrincadas.
Después del prólogo viene una breve y sustanciosa presentación escrita por la poetisa Sara Insúa de Palacios. Su prosa es atrayente, sugerente.
Muchas veces, en el transcurrir de los últimos tiempos, me he preguntado a mí misma si realmente estas hojas sueltas, caídas en la placidez del otoño de mi vida, serían dignas, en su intrascendencia, de fijarlas como descoloridos pétalos de rosa entre las páginas de un libro. Puesta, no obstante, a hacerlo, lo difícil habría de ser el logro de la conservación de su aroma, ese perfume sentimental y romántico con que nacieron.
El libro se compone de una suerte de aforismos poéticos, muy certeros, deliciosos, memorables. Su lectura me subyuga. Me recuerdan a los escolios del colombiano Nicolás Gómez Dávila, pero la prosa de Sara Insúa de Palacios es, quizás, menos filosófica, más poética, subyugante, femenina. Estos pétalos no tienen desperdicio:
- Si el hombre pudiera matar con los ojos y su crimen quedase impune, la humanidad habría sucumbido hace tiempo.
- El baúl sin fondo es en el que solemos guardar nuestros caprichos.
- Los hombres perdonan todo a la mujer: si son feas, las llaman interesantes. Todo se lo perdonan, todo menos el que sean más inteligentes que ellos. Eso no se lo perdonan ni los tontos.
- La victoria es más injusta que la guerra, ya que siempre gana el que más oro tiene, no el que más valor posea.
- Cada flor de ilusión que se marchite en nuestra vida debe servirnos su semilla para sembrar una nueva.
- El avaro arruina su alma para engrandecer su caudal.
- Hoy la mujer imita tanto al hombre, que prefiere mostrar sus vicios y esconder su virtudes.
Cuando termino de leer Pétalos, pienso que apenas existen datos de Sara Insúa de Palacios. Tuvo dos hijos, Maria Antonia y Alberto y, en la fecha de publicación del libro, 1969, una nieta llamada Sara que vino a dar ilusión y alegría a su vida —así consta en la dedicatoria—. También caigo en la cuenta que la tal Clara Tejada a quien Sara firmó el libro de su puño y letra el 19 de abril de 1972 se deshizo de Pétalos en algún momento, porque ahora está en mis manos. ¿Qué habrá sido de la vida de Clara? Probablemente esté muerta, y al morir alguien se deshiciera de sus libros y estos Pétalos fueran a parar a la librería donde yo los encontré, porque me llamaron. Fui el pez que picó en su anzuelo. ¿Y todo para qué? Para llegar a la conclusión de que no quiero estar en una cárcel en libertad, que no quiero discípulos, que no quiero soldados, que no quiero partidarios ni admiradores. Que solo quiero, humildemente y con denuedo, hacer algo inútil y escribir aquí de los nombres y los libros.
Michael Thallium
De los nombres y los libros
Cómo citar este artículo: THALLIUM, MICHAEL. (2025). De los nombres y los libros. Numinis Revista de Filosofía, Época I, Año 3, (CV102). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2025/02/de-los-nombres-y-los-libros.html




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