Mil veces digo, mil veces callo
CAPÍTULO TRIGÉSIMO NOVENO DE UN TEXTO IMPLÍCITO
Habla un espíritu (Madrid, galicinio del 20 de diciembre de 2024)
Me han invocado. A mí, a quien hace tantos años alancearon y rebanaron el pescuezo. Muchos años ya, sí. Cuatrocientos cuarentaiséis para ser exactos. Me han invocado y por eso he venido. Lo ha hecho el autor de Me creí inmortal hasta que me morí —a mí, que si algo siempre supe con certeza fue que habría de morir—; sin querer o queriendo, pero lo ha hecho. Fue el domingo pasado y desde entonces llevo deambulando por las calles de Madrid. Sé que por la mañana temprano, en El Rastro, consiguió un raro ejemplar de Athanasius Kircher. Itinerario del éxtasis o las imágenes de un saber universal. El libro se lo compró a un gitano por mucho menos de lo que lo cotizan quienes buscan libros raros. Y este, en verdad, lo es. Lo compuso un tal Ignacio Gómez Liaño y lo publicó Jacobo Fitz James Stuart al poco de fundar Siruela. Quizás fue eso lo que me llamó la atención, que lo publicara un descendiente tan lejano del tercer Duque de Alba a quien yo serví tan fielmente durante tantos años. Esto me lo contó quien me invocó. Él estaba bien contento contemplando ese libro con más de quinientas ilustraciones de Athanasius Kircher a quien, por cierto, yo no conocí, pues nació casi un cuarto de siglo después de mi cruel muerte. Sin embargo, era jesuita y quizás su condición de humanista, teólogo y sacerdote me recordó a mi amigo Benito, muy influido por Erasmo de Rotterdam, con quien tantas y profundas conversaciones tuve en mi vida. Benito fue el supervisor real de la Biblia Políglota en Amberes, perteneció a la Orden de Santiago y fue muy amigo del poeta fray Luis de León.
Yo creo que fue ese raro libro de Athanasius Kircher lo que provocó en mi invocador el estado esotérico que me ha traído aquí. En cuanto me manifesté, me soltó a boca de jarro, como si de un arcabuzazo se tratara: «Tienes que leerlo, lo ha escrito alguien que te admira. Yo no había oído hablar de ti ni conocía tu nombre hasta que lo leí. Y ahora busco desesperadamente tus poemas y tus cartas para leerlos, porque leyendo el libro descubrí que Cervantes, Lope o Quevedo te llamaban el Divino. Se titula El cielo a gritos. Supongo que en el título habrás reconocido esas palabras que son tuyas. Su autor las tomó de uno de tus versos. Se llama Santiago. Tienes que conocerlo. Sé que tu condición de soldado te hará cumplir mis órdenes —leerlo y encontrar a su autor—, aunque yo no sea tu señor ni duque ni rey; tu condición de poeta, seguro, te hará querer conocer a quien tantas horas de estudio te ha dedicado. Procuró recomponer tu misteriosa vida, de la que casi nada sabemos, con fragmentos de otras personas que te conocieron o que con admiración tus poemas leyeron».
El cielo a gritos estaba encima de la mesa, al lado del de Athanasius Kircher. Me lo ofreció y volvió a ordenarme: tolle lege. Eso hice, tomarlo y leerlo. La verdad es que la empresa del tal Santiago es meritoria: recomponer mi vida y mi obra es imposible. Fui yo mismo quien me ocupé de dar a las llamas mis poemas o dejarlos como pasto del olvido. De hecho, en mi vida solo vi impreso uno de ellos, además escrito en italiano, pues fue entre Nápoles y Florencia donde me crié, aunque siempre fui español y a mi rey Felipe II siempre me debí. Me asombró saber que algunos de mis poemas me sobrevivieron. Ignoraba que mi amado hermano Cosme los reunió años después de mi muerte convirtiéndose en mi primer editor. Yo no los escribí para que se publicaran. Fui soldado. La poesía fue mi solaz frente a todas esas cosas horribles que ojalá mis ojos nunca hubieran visto. También me sorprende que tantas personas a quienes jamás conocí admirasen mi vida y esos poemas que nunca di a la imprenta: Miguel de Cervantes, Francisco de Quevedo, Lope de Vega, Bartolomé José Gallardo —¡un liberal anticlerical, bibliómano y ladrón de libros!—, Luis Cernuda, Max Aub, Julio Martínez Mesanza, Juan Martín Pita, Adalid Nievas Rojas… A ninguno de ellos conozco, unos perfectos desconocidos, y no puedo sentir más que estupor sabiendo que se convirtieron en pregoneros de los versos que para mi fuero interno, tan íntimamente, compuse. Y ahora este Santiago…
Llevo ya cinco días deambulando por las calles de Madrid. En esta villa estuve hace más de cuatro siglos, justo antes de que me destinaran a la Mota de San Sebastián, donde permanecí muy poco tiempo, partiendo para África muy a mi pesar. Me ha costado reconocerla. De hecho, no la reconozco. Donde hubo alcázar, hay hoy palacio; los edificios son altos, muy altos. Hay luz, muchas luces nocturnas que no son de fuego. Esta villa ya nunca duerme del todo. No la reconozco. Las gentes tampoco emplean caballos ni yeguas. En su lugar, montan carros de metal de muy varios y vivos colores que se mueven por sí solos a velocidades endiabladas, y también vuelan las gentes en aves de metal que surcan los cielos, que las he visto y escuchado. Estoy aturdido, pasmado. Mi mundo no tiene nada que ver con este que ahora veo, en absoluto nada. Ni siquiera la poesía, mi solaz. Pero he de cumplir aún la segunda orden de quien me ha invocado. Lo voy a hacer ahora que la mayoría de gentes duermen. He venido a casa del tal Santiago. Sé que pasa la mayor parte del tiempo en Edimburgo, porque allí presta servicio como cónsul de España, pero esta noche que va llegando al alba está en Madrid, con su familia. Todos duermen: sus hijos, su mujer y él. Ha formado una familia. Afortunado él. Yo nunca la tuve. Los Tercios y las muchas batallas me hicieron… Bah, mejor no recordarlo.
Aquí lo tengo. Santiago duerme. Estoy al pie de su cama. Quisiera agradecerle que me haya dedicado unas cuantas páginas y tantas horas de su vida. Podría despertarlo, pero también sé que se asustaría, porque no ha sido él quien me ha invocado. He cumplido la segunda orden: Santiago, te he encontrado. Sigue durmiendo. No te despertaré, pero sí que voy a susurrarte al oído esos versos que en tu libro has recogido. Quiero que los escuches de mi voz. No, mejor te los canto tañendo mi vihuela que en tantas campañas me acompañó. No temas. Solo tú podrás escuchar esta melodía que para ti improviso. Es el único regalo que puedo hacerte. Mi voz, mi canto. Sigue, sigue durmiendo.
Mil veces callo que romper deseo
el cielo a gritos y otras tantas tiento
dar a mi lengua voz y movimiento
que en silencio mortal yacer la veo.
Me voy, Santiago, y esta vez para no volver, pues al igual que cumplí órdenes abrazando la muerte en Alcazarquivir junto al rey Sebastián de Portugal y a los otros dos reyes moros, doy por cumplidas estas dos últimas que de un extraño recibí hace unos días. Gracias, que de bien nacidos es ser agradecidos. Espero que lo comprendas. En mi vida, tan llena de soldadescas prontas a amotinarse y de cruentas batallas, vi cosas horribles: a cientos, miles de hombres valerosos y justos vi morir y a otros tantos mis manos dieron muerte. Y también a viles seres vi sobrevivir cuando la muerte y el olvido más que nadie merecían. Mi causa fue justa o así lo creí y obré en consecuencia con integridad y lealtad a mi rey, aunque al final de poco más de cuatrocientos noventaidós meses que llevé vividos ya solo quise buscar y contemplar a Dios. No me resucites más, te lo ruego, Santiago. Y dile a ese venático que me invocó que también se olvide de mí, de mi vida y de mis versos. Bien estoy olvidado. Que jamás tus ojos tengan que ver la lanza penetrar en el cuerpo del prójimo para acabar con su vida. Disfruta del amor de tu mujer y de tus hijos, de la compañía de tus buenos amigos, de esas horas que dedicas a las letras entre tus quehaceres. Cuanto en mí hallé en vida fue maldición y, aunque para algunos fuera el Capitán Divino —músico, culto e intrépido—, sigo pensando, en fin, que ser muerto en la memoria del mundo es lo mejor que en él se esconde, pues son la paga de él la muerte y el olvido… Tras tanto acá y allá viniendo y yendo, vuelvo a la muerte que me dieron y que yo acogí cansado. Mil veces digo, mil veces callo. Y así, en silencio, me voy por siempre de donde me hallo.
Michael Thallium
Mil veces digo, mil veces callo
Cómo citar este artículo: THALLIUM, MICHAEL. (2024). Mil veces digo, mil veces callo. Numinis Revista de Filosofía, Época I, Año 2, (CV92). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2024/12/mil-veces-digo-mil-veces-callo.html
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