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Hoy he venido con los muertos

Encabezados
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Hoy he venido con los muertos

El paseo es corto desde casa; lo emprendo bien temprano para llegar justo cuando lo abran. Apenas veinte minutos. En el camino me entretengo anduleando. Me detengo en una churrería porque me llaman la atención tanto su nombre como el de la calle donde se ubica. Calle del Triunfo; cafetería-churrería La Fortuna. Con tanto buen augurio, no puede ir mal la cosa. Entro. El local es modesto: una joven atendiendo en el mostrador, un churrero y seis o siete mesas. Lo regenta una familia hispanoamericana. Me pregunto cómo serían sus vidas antes de cruzar el Atlántico para venir a España y qué les traería aquí para terminar haciendo y sirviendo churros, algo tan típicamente madrileño. No se lo pregunto a la joven, solo le pido un café con leche y churros. Me siento a una mesa. A esas horas de la mañana en el local no es mucha la concurrencia. Un señor que lee el periódico, otro con la cara picada y arrugada por los años o el alcohol y yo. Me desayuno y reanudo la marcha.

Me pregunto si, cuando llegue, habrá muchas flores. Ayer fue el Día de Todos los Santos. Antes las personas acudían a los cementerios para ver a sus muertos y adornaban sus tumbas con ramos y prendas coloridas. Al cementerio sacramental de San Justo se llega por el paseo de la Ermita del Santo, donde está la entrada principal; yo me aproximo por la parte alta de atrás, por la Vía Carpetana. Allí hay un portalón discreto —casi pasa inadvertido—, en el muro que separa a los vivos de los muertos, que da a la cuarta sección del patio de Santa Gertrudis. Me adentro por la sección cuarta del patio. Ahí se encuentra la sepultura de Federico Chueca, el más ilustre compositor del género chico, y los sarcófagos de Ruperto Chapí o del dramaturgo Manuel Tamayo y Baus. No, no hay muchas flores. Más bien pocas o ninguna. Supuse que por ser el segundo día de noviembre, me encontraría con la resaca floral del primero… La gente ya no viene a los cementerios a ver a los muertos. La muerte, sobre todo en las grandes ciudades, se ha vuelto aséptica, imperceptible. 

Yo sé por qué he venido hoy con los muertos. No es la primera vez ni será la última, supongo. Y no porque sea creyente. Soy más bien un «agnóstico melancólico», como le gustaba decir de sí mismo  también a José Antonio Abella. El motejo se lo puso el filósofo Mariano Martín Isabel. Abella lo hizo suyo y lo llevó a gala, porque no era creyente, aunque le hubiera gustado serlo. 

Sigo mi camino, no me olvido del objetivo que me ha impulsado hoy a venir aquí. Atravieso la sección cuarta. No suelo fijarme en los grandes mausoleos o tumbas de gran boato. Me llaman la atención esas tumbas de personas que hoy no conoce nadie, grabadas con mensajes de las personas que dejaron vivas a su muerte. Como ese desgarrador mensaje en la lápida de un joven políglota y geógrafo que murió con apenas veintitrés años hace ya más de un siglo: ¡Alfonso, hijo mío! Tus padres no viven sin ti. ¿Quién no siente aún al leer esas nueve palabras el dolor insoportable de los padres que acaban de perder a un hijo? ¿Y dónde terminarían enterrados esos padres? Y ese mensaje casi borrado por el paso del tiempo en una tumba pequeñita coronada por un querubín y una cruz: ¡Hijo del alma! Parece que uno lo entiende mejor cuando lee las fechas que marcan que la vida de los restos que allí descansan se agotó a los dos años de edad. ¡Cómo no revivir el ahogado grito de dolor de esa madre a quien le han arrebatado el hijo del alma, el fruto de su entraña! 

No puedo dejar de fijarme en esos bellos ángeles de piedra que velan las tumbas. Son ángeles un poco desangelados. A algunos les falta un brazo o un dedo o un trozo de ala. Incluso alguno anda descabezado. ¡Claro! Son tantos años ya… La mayoría de las tumbas tienen bastante más de cien años. ¡Cómo va a venir nadie a depositar flores!

Llego a la sección tercera. Allí está el Panteón de Hombres Ilustres. No es eso precisamente lo que me ha traído a este lugar. La pompa no ha movido mis pasos hasta aquí. A unos veinte o treinta metros del panteón hay una sepultura muy sencilla de un grande de la literatura. Es ahí donde mis pasos terminan. Una lápida con tan solo un nombre, dos ciudades y dos fechas: Rafael Cansinos Assens, Sevilla * 24 XII 1882 Madrid † 6 VII 1964

No es la primera vez que vengo a verte, Rafael. Me llama la atención esa hojita con el contorno de tu rostro que alguien debió de dejar… ¿quizás ayer, Día de Todos los Santos? Está mojada por la lluvia. Estos días de atrás ha llovido con fuerza. ¿Quién habrá querido dejar su huella con ese retrato tuyo? Yo también dejo la mía cada vez que vengo, aunque luego se la lleven el viento, el agua, el sol… o algún ser vivo. Hoy he venido, porque hace unos días tu hijo me envió por correo el que va a ser el segundo de tus diarios de posguerra en Madrid: 1944. ¡Pero qué bien escribes y describes ese Madrid desaliñado de posguerra! Tu hijo, que apenas te conoció, porque lo tuvo tu mujer Braulia cuando a ti, ya anciano, solo te quedaban poco más de cinco años de vida, está haciendo una labor encomiable para mantener tu obra viva a través de la Fundación-Archivo Rafael Cansinos Assens. ¡Quién te iba a decir a ti que hoy un extraño como yo estaría hablándole a tus huesos o lo que de ellos quede, precisamente en este cementerio, de un diario en el que tú mismo cuentas que visitabas aquel año la tumba de tu hermana Pepa, recientemente fallecida!

Llego al cementerio y tardo en acertar con ese patio de Santa Gertrudis donde está ella. Al fin atino y encuentro la sepultura, ya restaurada, cubierta por la lápida, donde los nombres de don Elías Sáenz [sic], notario eclesiástico y sus familiares, resultan ya casi ilegibles. Solo queda el espacio indispensable para grabar el nombre de nuestra hermana. La sepultura tenía un remate de piñas sobre un pie de piedra que aparece roto, en el suelo: —¡La guerra!

He venido a leerte algunos párrafos del libro que acaba de editar tu hijo. Son tus palabras. Sale a la venta el próximo 13 de noviembre. ¡Cómo te dolió la muerte de Maria Pepa! No podías borrar la obsedente imagen de tu querida moribunda, «pugnando por aspirar un sorbito de aire» antes de entregar el alma. Tú, como aquella madre al despedirse de su hijito de dos años, podrías decir también: ¡Hermana del alma!

¡La lucha con el muerto! Sí, hermana; así es. Hay que luchar con el muerto, para que no nos mate…Y además, ¿qué es el muerto? ¿Dónde está ya nuestra hermana? ¡En cualquier parte  menos en la tumba de San justo y Pastor! Es ya una idea en nosotros. Y una realidad en otra parte. La vida no para.

¿Sabes, Rafael, que he recorrido muchas de las calles de las que hablas imaginándome que yo era tú en aquel Madrid en el que el pan era la queja constante de la población por indigesto?  Aquel pan hecho de maíz y blanqueado con polvo de barita y sulfato de bario, las substancias que hoy se utilizan en el contraste de las pruebas radiográficas…

Hace poco me fui caminando hasta la vivienda que tus hermanas y tú teníais frente al viaducto antes de mudaros a Meléndez y Pelayo. Calle de la Morería, n.º 8. Fui por ver si había alguna placa que memorase tu paso por aquel edificio. Nada. Allí, en la planta baja se encuentran el taller de proyecto y estudio de paisajismo y jardinería de Fernando Valero y el Restaurante Rayuela. ¡Fijáte! Un restaurante que evoca a Cortázar. ¿Sabrán sus dueños que tú viviste y escribiste en ese edificio? Quizás algún día alguien ponga otro restaurante o, mejor aún, una librería gastronómica que se llame La librería de un literato. Pero si no hay placa que rememore tus pasos en aquel lugar, tampoco el viaducto es el mismo que tú conociste. El tuyo era de hierro, en nada parecido al que hoy conocemos. ¿Cuántas veces cruzarías la calle de Bailén sobre aquella estructura metálica?

Hay tantas cosas que me llaman la atención de lo bien que escribes. No ya solo por lo que cuentas, sino por cómo lo cuentas. Para aprender aquel Madrid de posguerra hay que leerte. Sé que Andrés Trapiello —quizás aconsejado en su día por Juan Manuel Bonet— también te ha leído mucho. Su última novela, Me piden que regrese, destila tu esencia en algunos pasajes. Tus diarios hay que saborearlos despaciosamente para comprender mejor aquellos paisajes madrileños de vecindonas imbuidas de todas las cominerías de Madrid, de porteros que le hacen el rendibú a quienes tienen suministro y evitar así quizás el estraperlo, de viejos y niños con alifafes de hambre y avitaminosis, de hombres y mujeres con asistolia afectiva por haberlo llorado ya todo durante la guerra…

¡Qué pena de esta juventud, truncada por la guerra! ¡Qué pena de estas caras aviejadas que ríen como calaveras!

Y luego ¡cuántos personajes vivos entonces perviven aún en el mecanoescrito de este diario que tu hijo ha convertido en libro! Muchos de ellos olvidados, anónimos; otros ilustres. Leyéndote he sabido que aquel año, se jubiló Manuel Machado:

Viernes 25 de agosto de 1944 Leo en Ya la jubilación de Manuel Machado. Cumplió ya los setenta años. Lo jubilan de archivero. Como poeta no podrán jubilarlo. Pero, ¡qué maravilla! Haber llegado a los setenta el poeta modernista; pesimista, fatalista…

Y leyéndote también supe que en aquellos años la celebración del día de la madre era el 8 de diciembre, no el primer domingo de mayo. También supe algo un tanto chocante al leer la entrada del domingo 30 de enero de 1944, que me hace dudar de algunas afirmaciones que hoy se hacen tan a la ligera sobre el cambio climático:

Veinte grados sobre cero. Un día como de Semana Santa clásica. Ríe la luz. La naturaleza muestra un rostro tan seductor que hasta da pánico. Esto no es natural —dice todo el mundo—. ¡Este tiempo en enero! No llueve, hace calor, granará el trigo antes de tiempo y como luego ha de hacer frío, se perderán las cosechas. Faltará la luz eléctrica, se agravará la gripe, vendrán otras epidemias… ¡Quién sabe, Dios mío!

Esto no es natural —seguimos diciendo todo el mundo hoy—, aunque ahora los políticos nos han colado la Agenda 2030 para ser más ecoconscientes. No te voy a explicar lo que es, Rafael; ya tuviste bastante con procurar comprender la época que te tocó vivir. Nosotros no pasamos hambre, al menos por el momento, aunque ya sabemos que todo llega. Los políticos miserables siguen más o menos igual, solo que ahora no te mandan al paredón ni te depuran... aunque todo se andará.

Tengo que marcharme. Volveré otro día. Quizás. Te dejo aquí con todos esos ángeles de piedra hermosamente desangelados. ¡Qué suerte tienes de pasar inadvertido! ¡Qué suerte de que solo te advirtamos quienes nos atrevemos a saber! Solo quiero que sepas que el libro que ha editado tu hijo, Diario de posguerra en Madrid, 1944, es estupendo. Tu texto lo ha complementado con unas notas que dan muy buen contexto a ese año que viviste y también va acompañado de algunas fotografías de aquella época, de aquellas gentes que, seguramente, algún día, queden del todo olvidadas… si no te leen.


Michael Thallium


Hoy he venido con los muertos


 

Cómo citar este artículo: THALLIUM, MICHAEL. (2024). Hoy he venido con los muertos. Numinis Revista de FilosofíaÉpoca I, Año 2, (CV86). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2024/11/hoy-he-venido-con-los-muertos.html

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