Algunas reflexiones tras borrarme Instagram
Grito que no creo en nada y que todo es absurdo, pero no puedo dudar de mi grito y necesito, al menos, creer en mi protesta. La primera y única evidencia que me es dada así, dentro de la experiencia del absurdo, es la rebeldía. [...] «las cosas han durado demasiado», «hasta ahora si, en adelante, no»
Camus, 1951
La primera vez que
me instalé Instagram tenía catorce años, dos años antes de lo que era legal y
dos años después de lo que era normal. En un principio, lo viví genuinamente
como una red social: hablaba con amigas, compartía fotografías e incluso
conocía a gente nueva. Con el tiempo, mi perfil pasó a ser una suerte de
currículum sexual y el Instagram se tornó en un Tinder para preadolescentes.
Sin embargo, desde hace un tiempo, no sé muy bien cuándo, Instagram dejó de ser
una red social para convertirse en una red de consumo de contenido variado,
donde la vida de mis amigas ha tenido un lugar cada vez más residual.
La mayor parte de
la hora que le dedicaba diariamente era ocupada leyendo cuestiones políticas en
forma de noticias, comunicados, ensayos y memes. El resto del tiempo se
repartía entre reels humorísticos, donde lo importante no era nunca el vídeo,
sino los comentarios y, aquel avión de papel que daba lugar a pequeñas
conversaciones con mis amigas. A lo largo de estos espacios, era casi
inevitable encontrarse con actitudes muy violentas y, para mí, dolorosas. Tanto
en las publicaciones como en los comentarios, en todas partes del espectro
ideológico (y no seamos ingenuos, especialmente en el ámbito
liberal-conservador, plagado de discursos machistas, xenófobos, clasistas…),
todo estaba impregnado de odio y desprecio. Este clima me ha generado mucho
malestar y me ha situado en una posición de tensión y enfado en mis
interacciones tras la pantalla, tanto que tras ver declaraciones de la
presidenta de la Comunidad de Madrid o comentarios violentos en las
publicaciones de algún perfil de noticias, contestaba mal, o al menos, peor, a
cualquier cosa que me dijeran mis padres o mi pareja, se me agarraba un dolor
al pecho y se hacía más denso el aire, sumado a una sensación de desesperanza e
incredulidad frente a la posibilidad de cualquier cambio político.
Durante un tiempo,
me he convencido de que estar todo el día en ese estado era el precio a pagar
por estar informado y participar, aunque fuera de forma pasiva (por ejemplo,
dando me gusta a comentarios), de los debates que se están produciendo en el
espacio público, pero ya no puedo seguir sosteniéndolo. El profundo malestar
que me provocaba es motivo suficiente para haberlo dejado: ningún ápice de
realidad merece ese sacrificio. ¡Ay! ¡Cuánto tiempo puede uno sostener una
lucha política cuyo éxito depende del sacrificio propio! Sin embargo, hay otros
motivos que merece la pena traer y que, al menos a mí, me terminaron por
convencer de que las redes sociales no son un espacio para conocer e incidir en
la realidad social y política.
En primer lugar, es una imagen falsa
del debate público. Al entender como mayoría a una minoría que se regocija
haciendo ruido, diciendo barbaridades, lejos de incidir en el debate público,
interactuamos con ciertos sujetos y bajo ciertas condiciones a las que nunca
nos rebajaríamos en una conversación normal. En segundo lugar, no es un debate político, sino más
bien un espacio de bilis, rabia y odio disfrazado de identidades políticas.
Quiero decir, no hay intercambio de argumentos, de emociones e inquietudes, de
experiencias y preguntas... Es un intercambio de insultos y opiniones
increíblemente poco creíbles donde no se premia el consenso, sino la disputa y
la excepcionalidad. En tercer lugar, por suerte, no es la única fuente de información. De hecho,
pongo en duda que la información servida a cuentagotas permita generar una
imagen compleja de la realidad social, como la que requiere una transformación
a la altura de nuestro tiempo. En cuarto lugar, esta red social se sostiene
sobre el consumo acelerado de agua, energía fósil y otra suma de recursos minerales
que constituyen una infraestructura insostenible en todos los sentidos de la
palabra. Y, en quinto y último lugar, no sé si debe seguir siendo un espacio de disputa
política para un proyecto emancipatorio. Pese a que debemos construir una
racionalidad alternativa, las energías que me consumía tratar de apropiarme de
una red social que está estructuralmente orientada a la promoción de discursos
de odio es absolutamente ineficiente en este propósito. Voy a profundizar un
poco más en esto. Bien sabemos que en Instagram somos consumidores y
productores de datos, que su gratuidad está en la venta de nuestros datos para
la compra de nuestro deseo. Por ello, la arquitectura de Instagram se hace no
con la intención de facilitar la comunicación, el encuentro o la salud mental,
sino para favorecer la compra y el impacto de marcas, fomentando el tiempo en
Instagram y, con ello, las interacciones. El odio genera más interacciones que
la discusión pausada, las publicaciones con más texto son las que menos se leen
y, cada vez más, el contenido se consume en forma de anuncios o promociones. En
este espacio orientado a la obtención de beneficios, no parece haber hueco para
un nuevo tipo de encuentro.
Si todo esto no
convenciera y el lector escéptico me dijera que en aquella red social se
muestra y se pone en juego toda la realidad social y política, sólo me queda
decir que ya no puedo asumir tanta realidad, estoy desbordado de dolor y de
odio, tanto del que recibo como el que me generan noticias, comentarios e
incluso memes; y, por ello, claudico, claudico de mis propósitos políticos en
aquella red social y en un ejercicio de cuidado hacia mí mismo y mi entorno, me
alejo de esta aplicación y cierro la sesión, aunque no la cuenta.
Una vez borrada la
aplicación, su hueco hace acto de presencia. Hay prácticas que resultan
invisibles hasta que su misma posibilidad se trunca, y de repente su existencia
es tan evidente que uno siente extraño no haberse dado cuenta antes. Estás
últimas horas, cuando me aburro o tengo ratos muertos, vuelvo sobre el móvil,
lo enciendo y me descubro buscando entre las distintas pantallas el logo de la
aplicación. Y al no encontrarlo, pienso qué estoy buscando y me siento
ridículo. ¡Ay! ¡En qué momento el motivo de la búsqueda se descubre en plena
búsqueda y no antes! Había generado un hábito del que no era consciente para
cubrir los ratos libres, permaneciendo atento y activo en todo momento, incapaz
de estar sin recibir información. Este hábito no es nada especial: miro
compulsivamente la hora, si me han enviado mensajes, si hay nuevos correos… Me
obligo a estar conectado, con unos tiempos cada vez más cortos y a su vez más
multiplicados de atención, y pese a que soy consciente de sus consecuencias en
la forma en la que pienso y la profundidad de lo que me inquieta, me está
costando mucho des(a)pegarme.
Tampoco me gusta
hablar de adicción tecnológica, creo que el término es políticamente
improductivo y no responde a una relación que, pese al imaginario general, no
fue, ni es, de dependencia. Quizás podríamos reformularlo y hablar de inercia:
hay una inercia tecnológica que nos abraza como sociedades y nos mueve como
individuos. Mi experiencia estos últimos meses ha sido de la de un tren en
marcha, una caída por las escaleras, los últimos meses de una larga relación
que no termina de cerrarse... Siendo sincero, no es solo una inercia de
Instagram: responde también a una inercia en mi vida en la que me está costando
parar quieto para tomar decisiones sobre mí, sobre el curso de mis acciones y
sobre sus consecuencias. No es extraño que haya encontrado el momento de cerrar
las sesiones y borrar la aplicación tras un fin de semana con amigas,
descansando y rompiendo por momentos la inercia de la academia.
Pese a todo, no me
encuentro liberado, sino más bien un poco ansioso. Ansioso, quizás porque echo
de menos contestar a las historias, dar me gusta a las publicaciones y tener la
posibilidad de subir contenido para que mis amigas sepan que sigo ahí aunque ya
no nos veamos. Un estar presente que iba acompañado, a veces, de la extraña
sensación de estar en un espacio diseñado para explotar económica y
políticamente ese amor por las amigas… Quizás fue ese amor lo que mantuvo a
flote el daño. Aún es pronto para deciros, han pasado apenas unas horas, pero
no creo que vaya a tener ninguna sensación especialmente revolucionaria. La
ausencia de malestares nunca ocupa tanto lugar como su presencia, al menos en
este ejercicio de escapar de lo que hace daño.
Dicho todo esto,
quisiera cerrar compartiendo que mi relación con Instagram ha sido tanto tiempo
en la aplicación como en la biblioteca leyendo libros. He pasado algunos años
estudiando Instagram desde la academia, qué dinámicas se dan dentro, cómo constituyen
distintas subjetividades y cuáles son las potencialidades de las luchas
políticas en la aplicación, pero al igual que en mi faceta de usuario, ya no
puedo más. Las razones son similares a las expuestas y se terminan por reducir
a que tengo cuerpo, y todavía algo de buen juicio. No me integraré en ninguna
investigación que requiera actividades o trabajo de campo en aplicaciones de
redes sociales: quiero practicar una academia que oscile entre el buscador y un
correo electrónico con las notificaciones silenciadas. Si no puedo quitar el
móvil de mi cotidianeidad, al menos sí quisiera circunscribir los aspectos de
mi vida a aplicaciones estancas, cuya apertura no dependa de una aplicación,
sino de un momento.
He tratado de
mantener una distancia irónica con el objeto de estudio, pero me he dado
cuenta, quizás siempre lo he sabido, que esta investigación ha sido una excusa
para poder justificar una ansiada y ansiosa inercia que cada vez tenía menos
sentido, hasta que desde hace un tiempo, no sé muy bien cuándo, ha dejado de
tenerlo. Y ante este absurdo, decido creer en mi protesta y así os la comparto,
desde la noble sensación de que las cosas han durado mucho y con el pobre acto
de partir el presente distinguiendo lo que fue y lo que no seguirá siendo. Si
el Instagram es progreso, hoy yo doy un paso atrás.
Como citar este artículo: GARCÍA DOMÍNGUEZ, MANUEL. (2024). Algunas reflexiones tras borrarme Instagram. Numinis Revista de Filosofía, Época II, Año 3, (CL2) ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2024/11/algunas-reflexiones-tras-borrarme-instagram.html
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Las redes sociales, en general, son cada vez más plataformas de consumo. Sin embargo, siempre podemos aplicar filtros que funcionan y te restringen a un grupo de personas con contenidos interesantes. Eso sí, así es muy improbable volverse viral. ¿Y quién quiere ser viral? Quien pondere más la cantidad que la calidad... Y esta última la elegimos nosotros mismos.
ResponderEliminarGracias por estas reflexiones al filo de una realidad siempre insatisfactoria
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