Águeda
Su nombre, aunque no lo parezca, es griego. Ella es madrileña con una mezcla de café colombiano y tortilla española. Su padre, de Bogotá; su madre, de Madrid. Es joven. Tiene esa lozana juventud de estudiante universitaria y, por delante, el futuro incierto que a su edad se afronta con las ganas de comerse el mundo. Aunque no lo parezca, sí, su nombre es griego. En España y Portugal es un nombre de mujer. También hay en Aveiro un municipio que lleva ese nombre. Lo fundaron en el siglo IV antes de Cristo, hará casi 2.400 años. Dicen que fueron los celtas o los griegos quienes lo hicieron. Plinio el Viejo menciona en algún escrito del siglo I de nuestra era que en la Galia narbonense —lo que hoy conocemos como Occitania— también hubo una villa latina llamada Agātha. Los griegos decían ἀγαθὸς (agathós) cuando algo era bueno. Del adjetivo masculino 'bueno', surgió el sustantivo femenino άγαθή (ágathé) que significa «la bondadosa».
Águeda es bondadosa, al menos lo parece. Algo de bondad hay que tener para coordinar la elaboración de un poemario de poetas vivos, en su mayoría jóvenes y desconocidos: Que nuestras flores no mueran, así se titula. Hace un par de días lo presentó en el campus de la universidad donde cursa un doble grado en filosofía y musicología. Presentar un libro es como presentar a un hijo. Y cuando se trata del primogénito, el gozo, la satisfacción, es mayor, porque es novedoso y fresco. La acompañaron dos hombres y una mujer, jóvenes cuyo prometedor presente puja por hacerse un futuro estable y esperanzador: Ayoze G. Padilla, director y editor de Numinis, Miriam Bikuña Vielba, la ilustradora, y Mario Ménguez, cuyos versos abren el poemario.
A Águeda no la conozco mucho, más bien poco o casi nada. Hemos intercambiado algún que otro mensaje por teléfono, nos hemos visto en un par de presentaciones, y ya está. Tiene el pelo negro, liso; ojos oscuros, que decora rasgándolos con khol. Antes de la presentación del poemario me dice que sus padres se han perdido en el campus y que aún no han llegado. Como tiene familia colombiana, le sugiero que lea a Álvaro Mutis y a Nicolas Gómez Dávila. Está sonriente. Ve que llevo la cámara fotográfica y se queja medio en broma de que en una foto que le hice en otra presentación hace unos meses salía enfadada. «La sacaré sonriente, bondadosa», me digo a mí mismo. Llegan sus padres y comienza la presentación. Cuando le toca su turno, habla: «Buenos días, gracias a todos por venir…». Es agradecida, bondadosa. En un momento determinado, cuando va acabando su intervención, menciona a su hermano:
Me decía mi hermano, Héctor, hace años, –cuando tan si quiera hubiera sido capaz de pensar que hoy estaría aquí– que no le gustaba leer poesía porque no entendía lo que dicen los poemas. Ese es uno de los grandes problemas del lector contemporáneo, y del público, por qué no decirlo, que armado con la hermenéutica –diría Sontag–, preparado para atacar y hacerle preguntas al texto, dispuesto a revelar lo que se encuentra codificado a través de metáforas y rimas, esta se cierra en banda. Pretendemos descubrir al artista a través de su obra, y en la poesía al quitar capas de lenguaje nos quedamos sin nada. Qué paradójico, ¿no? Haber dicho hace unas líneas que la poesía es profundamente honesta y ahora saber que a algunos no les dice nada. Lo cierto es que nos hemos acostumbrado a una relación superficial y pasiva con el arte, y la poesía le pide al lector que también se abra en la lectura igual que se abre ella; ella, en clave heideggeriana, abre mundo, y el lector debe ser en este, la honestidad que recoge se manifiesta en esta apertura de mundo.
Águeda habla con frescura y con la determinación de una veinteañera nada superficial. Es prudente, agradecida. Comenta que ha sido un goce trabajar con Miriam —la ilustradora vasca con sangre palentina que vive y estudia ahora en Madrid—, cuyos dibujos cubren las páginas del poemario: «Su paciencia, su talento y nuestro cariño son los que han dado como resultado un proyecto final que, considero, irradia pasión y placer; y esto, como dijo Borges, esto es la poesía». Luego concluye su intervención evocando a un poeta alemán: «La poesía se auto-comprende. No solo esto, sino que la poesía, dice Hölderlin, es como un sueño, y aunque no tenga sentido para la razón, lo tiene para la imaginación».
Águeda tiene capacidad de análisis… y, sí, también escribe poesía. El poema que cierra Que nuestras flores no mueran es suyo:
Todo es ruido
Palabras que no llegan,
no nacen, no surgen.
Que mueren antes de haber vivido,
que no me permiten respirar, nada está tranquilo.
Me tienen en vilo porque no me deshago del ruido.
Arden sin piedad y me piden a gritos
libertad.
Me suplican
piedad.
Yo les pido silencio.
Palabras, palabras…
Callad, callad.
Solo necesito silencio.
Al día siguiente, merodeo alguna que otra librería: la Iberoamericana —compro Fundamentos del lenguaje claro, el último libro de Santiago Muñoz Machado—, Sin Tarima Libros —gracias a la generosidad de Santiago Palacios, el librero, me hago con los ejemplares de los Diarios de Robert Musil—, Enclave de libros... Termino en Olmata, una librería de viejo en la calle del Conde de Romanones. Curioseo las estanterías repletas de libros. Uno me llama la atención. Leo en la portada: «ALBALUCIA ANGEL DOS VECES ALICIA». El libro está protegido por una sobrecubierta transparente con una faja negra en el centro donde puede leerse: «Un nuevo y brillante novelista colombiano. Dentro y fuera de Lewis Carroll». ¿Albalucia? ¿Un nuevo novelista? ¿Un hombre? No. Indago con el móvil. Se trata de una escritora colombiana: Albalucía Ángel. Es una mujer. Una escritora marginal. El libro es una edición de 1972, justo el año en que nací. ¿He estado cincuentaidós años sin oír hablar de la tal Albalucía? Sí. Me viene a la cabeza Águeda. Quizás esta sería una colombiana a la que Águeda sí habría de leer. De haberlo sabido un día antes, se la hubiera recomendado junto a Mutis y Gómez Dávila. Ya es tarde. Además, los libros acuden al encuentro con sus lectores solo cuando ha llegado el momento preciso. En mi caso han tenido que pasar cincuentaidós años. No sé, quizás dentro de veinte o treinta, Águeda encuentre este libro en algún anaquel o quizás ese otro, Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón, por el que a Albalú la tildaron despectivamente de «desvirolada» en el semanario cultural El Pueblo cuando ganó el Premio Vivencias de Cali, allá por 1975. Luego llegó la preterición, pero todo eso no se lo pude contar a Águeda. ¡Callad, palabras, callad! Silencio...
Su nombre es griego; madrileña, con remoto aroma a café colombiano, con sencillez de tortilla española; joven, profunda, alegre… bondadosa. Y ofrece flores vivas: Águeda Rodríguez.
Michael Thallium
Águeda
Cómo citar este artículo: THALLIUM, MICHAEL. (2024). Águeda. Numinis Revista de Filosofía, Época I, Año 2, (CV89). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2024/11/agueda.html
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¡Una gran promesa de la filosofía y la poesía, sin duda!
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