O cómo no dar los restos por perdidos
En el año 2000 la insigne cineasta belga Agnès Varda estrenaba su documental Los espigadores y la espigadora (Les glaneurs et la glaneuse en el original francés). En él Varda grababa y daba voz a personas diversas de entornos rurales y urbanos unidas por un hábito compartido: sus prácticas de colecta, forrajeo y posterior reutilización o reciclaje de los desechos dejados por otros, ya sea chatarra tecnológica, alimentos desperdiciados o ropa usada. A todas ellas las define poéticamente como «espigadoras», en referencia a la antigua práctica de recoger las espigas que han quedado en el rastrojo tras la siega.
Aunque el documental se centra en vidas precarias, muchas veces de personas migrantes, okupas y en general de pocos recursos económicos, no es una película sobre la pobreza ni emite ningún juicio moralista al respecto. Se trata, más bien, de una obra sobre dos tipos de abundancia. Por un lado, la abundancia insostenible de una sociedad capitalista y consumista basada en el imperativo del “más es más”. Por otro, la abundancia relativa de quienes ven en los restos, basuras y chatarras de las personas opulentas (o pseudo-opulentas) una oportunidad para alimentarse y subsistir con ingenio y suficiencia. Es esta segunda abundancia la que le interesa a Varda (la primera la conocemos de sobra), de ahí que su documental ponga el foco sobre todas aquellas personas que, bien por necesidad o por espíritu inventivo, se niegan a considerar los desechos de nuestras sociedades como materia muerta e inútil.
Este documental me obliga a tener presente a estas personas, espigadoras de toda clase, en su incansable afán por dar nuevas vidas a lo previamente rechazado. Desde esta mirada, oficios como la trapería, la chatarrería o la quincallería, tradicionalmente asociados al lumpen, o acciones poco lustrosas como rebañar lo que otra gente se ha dejado en la bandeja de la cafetería o repescar objetos útiles en la basura, aparecen revestidos de una dignidad que en ningún caso deberíamos despreciar.
Estirando el hilo tendido por Varda más allá del ser humano, en los ecosistemas encontramos prácticas espigadoras por doquier. Los animales carroñeros no han gozado tradicionalmente de prestigio. Sin el aparente valor de los carnívoros cazadores ni el aura pacífica de los herbívoros, hemos tendido a interpretarlos, al menos en el imaginario popular, como criaturas rastreras (no olvidemos que los secuaces de Scar, el villano de El rey león, son hienas), hasta el punto de que ser comparade con un animal carroñero resulta casi siempre peyorativo. Sin embargo, si carroñeros como las hienas, los buitres, los mapaches, algunos escarabajos o moscas no realizasen su función, la cantidad de restos orgánicos en un ecosistema sería inasumible. Más sutil es todavía la tarea de los saprótrofos o descomponedores, principalmente bacterias y hongos que, como su nombre indica, descomponen la materia orgánica, eliminando definitivamente la mayoría de desechos, cerrando los ciclos ecológicos de nutrientes y manteniendo la fertilidad del suelo.
Reciclar, reutilizar, descomponer, carroñear… espigar. Todas estas acciones nos hablan de algo muy similar: no dar los restos por perdidos. Esta lección resulta de especial importancia en nuestro contexto actual de sobreproducción y sobreconsumo, en el que la generación de basura y su redistribución global provoca graves problemas sociales y ecológicos. Haríamos bien en construir una cultura espigadora (o espigadora-descomponedora) que produjese y gastara mucho menos y fuera capaz de reintegrar lo poco que le sobrase. Usarlo de nuevo, darle nuevas formas y, finalmente, dejar que otros organismos se encargasen de ello para devolverlo fértil al suelo que compartimos.
Pavlo Verde Ortega
Espigar
Cómo citar este artículo: VERDE ORTEGA, PAVLO. (2024). Espigar. Numinis Revista de Filosofía, Época I, Año 3, (CM38). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2024/10/espigar.html
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