Ecologías religiosas y avatares de la traducción
Un cordero es una cría (menos de un año) de cualquier especie del género Ovis, al que pertenece la oveja doméstica (Ovis orientalis aries). Esta especie surgió de la domesticación del muflón asiático hace unos 9000 años en Oriente próximo. Si la importancia ganadera de las ovejas es innegable en muchas sociedades humanas, menos lo es aún la de sus crías, los corderos, que implican un rebaño con relevo generacional y por lo tanto con futuro. Más allá del ámbito pecuario, estos animales han dejado también una imborrable impronta cultural. Así lo atestigua su importancia gastronómica, que hace de los platos derivados del cordero, como el lechazo asado, una de las joyas de la cocina castellana, leonesa o asturiana.
No
obstante, si hay un ámbito en el que la figura del cordero ha calado
especialmente ese es el religioso, pues esta criatura ha sido fundamental en
los ritos sacrificiales de las religiones de Oriente próximo (recordemos que
allí se domesticó a la oveja). Ya en textos sagrados sumerios-asirios
encontramos sentencias como la siguiente: “Un cordero es el sustituto de un
hombre, da un cordero por su vida”. Por su parte, el judaísmo lo consideraba
desde un inicio un animal puro y existen referencias en el Éxodo a
sacrificios de estos animales en celebraciones mayores como el Pésaj. Y así
llegamos al cristianismo. Aunque esta confesión no contempla en su doctrina
oficial el sacrificio de animales, su solapamiento geográfico, histórico,
cultural y teológico con el judaísmo hizo que dicha idea estuviese presente en
el desarrollo temprano de la religión. De este modo, la ausencia de sacrificios
materiales se compensó con la importancia concedida al sacrificio en un sentido
metafórico. Así queda patente en una de las expresiones básicas de la liturgia
cristiana: “Cordero de Dios”. Esta locución, que aparece por primera vez en el
Evangelio de Juan (I, 29), hace referencia al propio Cristo, que, como un
cordero, se sacrifica por el mundo para expurgar sus pecados.
De
aquí se puede concluir que solo en este caldo de cultivo antropológico y
geográfico podría haber nacido una religión como esta, pues una de sus premisas
fundamentales, el sacrificio de Dios Hijo en nombre de la humanidad, se
sustenta en una simbología que a su vez nace en una economía (y una ecología)
marcada por la especie biológica Ovis orientalis aries (la
oveja de toda la vida y sobre todo sus crías), la actividad del pastoreo (es
habitual referirse a Dios o a los sacerdotes como “pastores” y a los fieles
como un rebaño) y las religiones previas de Oriente próximo (y su importancia a
la idea de sacrificio, más en concreto de corderos).
Dicho
lo cual, me surge una pregunta: ¿se puede traducir una expresión como “cordero
de Dios”, sujeta a condiciones extralingüísticas tan específicas, a un idioma
remoto perteneciente a una cultura completamente diferente? Esto fue lo que
intentó el leonés Segundo Llorente, misionero católico en Alaska, cofundador de
este estado y personaje profundamente estimado por la población indígena local.
Cuenta en sus obras este misionero los múltiples retos que tuvo que asumir para
lograr que las poblaciones yupik con las que convivía entendiesen conceptos tan
abstractos y ajenos a su realidad material y espiritual como los que abundan en
la fe cristiana. Para facilitar la tarea, trataba de adaptar dichos conceptos a
aquella realidad. Y así, por ejemplo, en las homilías del padre Llorente se
podían escuchar oraciones como: “Foca de Dios, que quitas el pecado
del mundo, ten piedad de nosotros”. Porque, claro, en el suelo helado de Alaska
no había crías de oveja que apacentar.
Un
buen intento, tal vez el mejor posible y el más imaginativo. Ahora bien, ¿llega
a captar esa traducción el mensaje real? Los yupiks no pastorean, sino que su
economía se basa en la pesca, y la foca cumple en el mundo yupik una función
ecológica, económica y religiosa muy distinta a la del cordero en las
sociedades de ascendencia judeocristiana. Por no mencionar que los ritos
sacrificiales les son completamente ajenos. Por supuesto, los yupiks pueden
comprender un concepto como el de “cordero de Dios”, al igual que una europea
podría captar las sutilezas del animismo yupik. La cuestión es si un concepto
así puede adaptarse a la cultura yupik y entenderse en su lengua sin tener que
hacer un ejercicio de malabares interpretativos transculturales. Personalmente
lo dudo[1],
al igual que resultaría casi imposible expresar en castellano el tuʁnɨʁaq,
el lenguaje para hablarles a los espíritus en los credos yupiks. Como señala
Luisa Maffi:
El estudio de las ecologías lingüísticas tradicionales revela que abarcan no sólo el entorno lingüístico y social, sino también el entorno físico, dentro de una visión del mundo en la que la realidad física y la descripción de esa realidad no se ven como fenómenos separados, sino como partes interrelacionadas de un todo (p. 5).
Lenguaje,
cultura, prácticas sociales y ecología se entrelazan de manera profunda.
Segundo Llorente hizo lo que pudo y lo hizo bien, pero para lograr una
traducción perfecta o cuando menos sólida sería necesario traducir no solo las
palabras una por una o el sentido de las oraciones en bloque. Habría que
traducir el agua gélida del Ártico, el hielo y la nieve que tiñen Alaska de
blanco, la austera biodiversidad del círculo polar y la economía basada en la
pesca del pueblo yupik.
Quizá la doctrina cristiana al completo nunca pueda aprehenderse en la lengua de una etnia tan alejada de aquella que fundó el cristianismo y de aquellas que lo difundieron. (Quizá los misioneros cristianos deberían abstenerse de predicar y aculturar a los pueblos indígenas y dejarles practicar sus creencias en paz). Lo que está claro es que la traducción es una tarea compleja que no simplemente reproduce un mismo contenido en dos continentes diversos. Cada lengua es una pieza importante de una cultura y unas formas de vida que han coevolucionado junto a un ecosistema. Cada una genera hábitos cognitivos propios que permiten expresar el mundo de maneras diversas. Esta es la felix culpa, el dulce fracaso de toda traductora: hallar una riqueza que solo parcialmente podrá exportar. La misión de quienes traducen no debería consistir, pues, en tratar de expresar lo idéntico, sino en buscar parecidos y celebrar las diferencias que emergen de cada idioma. Así tal vez logremos ampliar nuestras capacidades cognitivas y expresivas y comprender mejor realidades sociales y ecológicas diversas. Mientras tanto, que la foca de Dios nos ampare.
La foca de Dios
Pavlo Verde Ortega
[1] A
mí mismo, criado en una sociedad posindutrial del siglo XXI, me cuesta entender
el sentido detrás de “cordero de Dios” sin una reflexión específica al
respecto.
Bibliografía
La inspiración general de esta columna viene del magnífico curso Lenguaje y mente impartido por el profesor Antonio Blanco Salgueiro en el Máster en Epistemología de las Ciencias Naturales y Sociales (UCM), donde aprendí a tomarme en serio la hipótesis Sapir-Worf y el impacto de las lenguas en el pensamiento. Confieso
con candor que no he leído ni una sola palabra escrita por Segundo Llorente. Me
baso en este
artículo para narrar su historia. El texto de Luisa Maffi se llama
"Language as resource". Los dos primeros párrafos están basados en la
entrada de Wikipedia "Cordero". Lo relativo a la religión yupik proviene del artículo "Alaska Native religion", una vez más de Wikipedia. Cualquier error corresponde a quienes escribieron estos textos.
Cómo citar este artículo: VERDE ORTEGA, PAVLO. (2024). La foca de Dios. Numinis Revista de Filosofía, Época I, Año 3, (CM36). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2024/08/la-foca-de-dios.html
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