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De lance y viejo

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De lance y viejo

Me gustan las librerías de lance y viejo. Son lugares en los que el curioso siempre descubre algún libro o entabla conversación con un librero que luego resulta ser, además, viajero; incluso con alguno me encontré que había sido alumno de un gran escritor argentino y ciego a quien le leía libros en tardes de asueto… También en las librerías de lance y viejo escucha uno las maledicencias y maldades —rencillas absurdas las más de las veces— entre escritores, de esas vidas de literato sobre las que tan magistralmente escribió Rafael Cansinos Assens en la primera mitad del siglo XX. También en alguno de esos tabucos repletos de libros apilados, sin orden ni concierto aparente, descubre uno los trucos y manías de bibliófilos y bibliómanos —para bibliómanos es La novela del buscador de libros de Juan Bonilla—, como la de aquella mujer —sí, la bibliomanía no es afección exclusiva de hombres— que un día entró en una de esas librerías… Andábamos el librero y yo conversando junto con otro buscador de libros cuando, de repente, aquella mujer, joven, muy alta, altísima, entró sin mediar palabra en la librería y se dirigió a una de los anaqueles. La miramos. Estiró la mano todo lo que pudo para llegar a la última balda y, con precisión robótica, sacó un libro de entre aquel batiburrillo. «¡Qué rapidez!», dijo el librero asombrado cuando la mujer se dirigió a él para pagar. Ella sonrió tímidamente y, ante las miradas escrutadoras de los tres hombres que nos preguntábamos cómo había logrado cazar su presa con tanta rapidez y precisión, confesó: «Es que estuve hace un par de días aquí, vi el libro y lo coloqué allí arriba para que nadie más lo encontrara». ¡Se valió de su altura para esconder su presa frente al acecho de eventuales depredadores! Todas las personas que padecemos de bibliomanía tenemos comportamientos vergonzantes. ¡Que tire la primera piedra quien no haya hecho de las suyas para hacerse con el ejemplar deseado! Entre los bibliómanos parece haber un código secreto, nos entendemos casi sin hablar. Muchas veces nos comportamos absurdamente. Yo conozco a uno —podría ser yo mismo también— que va diciendo por ahí: «Tengo este presupuesto y no voy a comprar ningún libro más del estrictamente necesario». Después se mete en una librería, se olvida del presupuesto, y las bolsas con las que sale de la librería rebosan de libros ‘estrictamente necesarios’. Donde dije digo, ahora Diego. Después llegan los remordimientos, el sentimiento de culpa y la sincera promesa siempre incumplida de no volver a comprar más libros hasta haber leído los ya adquiridos. ¡Ja!

Y luego, ya de vuelta en casa, está ese momento infrecuente e inesperado en el que uno encuentra las señales de vidas pasadas en ese libro arrumbado cuya lectura ha postergado durante semanas o meses: según avanza en la lectura aparece de repente, en una de las páginas, tal vez una foto con dedicatoria, un inservible billete de metro, alguna postal escrita o alguna nota de alguien a quien el libro perteneció alguna vez. Son evocadoras anotaciones de otras vidas que se desprenden con ese característico aroma de libro viejo, palabras de puño y letra de alguien que quizás ya esté muerto… o tal vez no. Y es entonces cuando a uno le entran unas ganas enormes de convertirse en detective de urgencia para averiguar quién estará detrás de esa nota, postal, billete o fotografía, ignorando que al leer, sin querer, uno también va dejando sus propias huellas para que a alguien futuro le urja algún día esa necesidad detectivesca de querer saber qué dedos hojearon esas páginas, qué ojos ojearon esas letras, en definitiva, de resolver el crimen de un libro olvidado.

Me gustan los libros viejos porque son muy novedosos; quizás los nuevos traigan la novedad de alguien que los ha escrito recientemente, pero los libros viejos encierran la velada novedad del descubrimiento de una exquisita literatura que hace años dejó de escribirse. No, no todos los tiempos pasados fueron mejores, pero la prosa de esos grandes escritores preteridos de hace tantos años se me revela superior a toda esa exitosa palabrería literaria de entretenimiento, de lectura fácil y de venta rápida que impera en la mayoría de librerías y en todos los grandes almacenes. Y no, no es que reniegue del libro nuevo —¡viva el libro viejo o nuevo!—, pero es que resulta que los libros que me atraen suelen estar descatalogados y sus escritores olvidados. Y a mí, que soy muy poca cosa, también me gusta jugar a dios —al menos por unas horas, días o semanas— resucitando esas voces de otros tiempos, arrumbadas en la sima del olvido, y como ensalmo susurrarle al libro que sostengo en mis manos: ¡Hocus pocus! ¡Abracadabra! ¡Te devuelvo la vida! ¡Levántate y anda! ¡Cuéntame! ¡Cuéntanos!

 

Michael Thallium

De lance y viejo

 

Cómo citar este artículo: THALLIUM, MICHAEL. (2024). De lance y viejo. Numinis Revista de FilosofíaÉpoca I, Año 2, (CV74). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2024/08/de-lance-y-viejo.html

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