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Una carta a la nostalgia

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Una carta a la nostalgia

La nostalgia es la hermana joven y vivaz de la melancolía. Judith Butler una vez escribió: «la melancolía es tanto el rechazo del dolor como la incorporación de la pérdida, una mímica de la muerte que no puede llorar». Así es como la melancolía actúa voraz, es una experiencia que carcome, alimentada de dolor sin motivo aparente. Mientras, la nostalgia no es tan agresiva; resulta ser un gusto culposo por el pasado. Un gusto por el dolor que, aunque corre el peligro de convertirse en sufrimiento, se alimenta de los recuerdos más pasionales, lúcidos y palpables. Por años confundí ambas, pero no por mi falta de conocimiento, sino por la relación tan allegada que generaron ambas durante mi juventud.

Mi niñez no ahondó en algo fuera de lo estipulado como normal; sin duda, marqué el estereotipo de lo que yo llamo una felicidad ignorante. No es una felicidad vacía, tampoco es incongruente, sólo que está atada a lo que conocemos en ese momento, que es casi nada. ¿Qué tanto sabemos a esa edad? Es evidente que, aún al crecer, desconocemos bastante, aunque argumentar que de niños no saben absolutamente nada sería una exageración. Nacemos con una chispa de conocimiento, la cual nos vuelve inmunes a las tragedias o al sufrimiento, ya que la chispa es la falta de análisis del pasado y el futuro; es una chispa que nos orilla a sólo disfrutar un presente igual sin analizar; ¿será esa chispa un saber sobre las complicaciones del analizar? Tal vez nuestro instinto infantil nos ruega disfrutar de la falta de conocimiento y análisis mientras la vida se encarga de deshacerse de esta chispa tan pura de inocencia.

La posesión de la inocencia, en la sociedad, es vista como un defecto, ya que evidencia falta de experiencia. Pero, a mi parecer, es un atributo sagrado. La inocencia es un brebaje que contiene, como elemento esencial, el privilegio del desconocimiento sobre las situaciones que carcomen la existencia de otros; se colorea con matices de hambre por conocer todo lo contenido en la vida, pero es un matiz que no nos entrega toda la información, ya que a esa edad no entendemos que resulta imposible saber todo, aún durante nuestro último suspiro. La inocencia trasciende con una luz de bienestar que nos puede alimentar sólo con una vivencia como lo es un beso en la mejilla. Pero esta inocencia puede verse difuminada. 

De pequeños, sin darnos cuenta, queremos comernos al mundo; este es un mundo que no comprendemos y que, con ese ideal y felicidad inocente, sólo existe en nuestra mente. Así es como se difumina la inocencia: con nuestra torpe necesidad de crecer. Aunque, tal vez, esté yo romantizando la infancia. Para algunos puede ser la peor de las vivencias; en cambio, para otros, es tan agradable que nunca salen de ésta, así siendo tachados con tabúes sobre la falta de madurez. Aún con las vivencias ajenas, abrazo con amor y recelo mi infancia; sé que no fue una experiencia modelo, pero fue enriquecedora y determinante.

Al ir creciendo, descubrí uno de mis atributos: nunca me saciaba de la magia creativa. Sé que todos tenemos un mundo secreto dentro, sin importar la presencia física y su presentación, siempre estamos alimentando al conjunto de maravillas de la mente. Gracias a este mundo interno, podía estar físicamente en mi recámara, pero habitando los lugares más recónditos de la existencia desde mi imaginación. La creatividad me incitó a querer vivir todo lo que me había imaginado y más. Así es como aquella creatividad, al madurar, regresó a mí como una bofetada; poco sabía yo que las vivencias, aunque dejan alegrías, también cosechan daños. Un pequeño ser, desesperado por experimentar, puede llegar a los peores límites con tal de tener algo para pensar en las noches. Un primer beso, la primera pelea. ¿Quién diría que una canción recomendada me llevaría a hallar mi grupo favorito? Asimismo, me era imposible saber que me estaría atando de por vida al recuerdo de la persona que me recomendó la canción. Sin darme cuenta, mi primer encuentro con la nostalgia nacería por mi separación con el individuo que habría de mostrarme aquella canción. Fueron la música, los escritores y las palabras, mi único vínculo con esa persona después de una ruptura por la diferencia de edad. Tan intrínseco a mi existir estuvo aquel dolor que, por mucho tiempo, creí que era parte de crecer; poco sabía yo que sería la entrada a una depresión abrumadora. Era tan poco consciente sobre las consecuencias de vivir una pasión siendo tan joven como a la que fui expuesto que, cual cicatriz, resultó sensato para mí dar por sentado que la entrega total del amor era la única forma de experimentar pasión.

Todos tenemos recuerdos en diferentes espacios en el mundo, sean naturales o de creación humana. En mi juventud comencé a vivir algo particular: cada espacio lo sentía y lo vivía con tal entrega y pasión que, con el tiempo, me era imposible regresar al mismo lugar y no recordar una emoción súbita. Los espacios en los que no existía referencia pasional en mi memoria comenzaron a ser tan solo caminos para llegar a la siguiente experiencia: los aviones, mi recámara, la sala, las duchas, los viajes en autobús o en coche, espacios de suma tranquilidad, cada amanecer y atardecer, los momentos de lluvia, la relajación que se experimenta en la alberca, las noches. 

Cualquier espacio en el que se vislumbrara un momento de conexión conmigo –y sólo conmigo–, se convertía en un momento para reflexionar sobre mi aventura anterior. Sin yo buscarlo ni entenderlo, volví cada espacio solitario en una introspección de espera antes de la tormenta: ansiaba vivir la siguiente anécdota desgarradora. Esto logró que cada uno de estos momentos me diera la dosis perfecta para mantener una adicción a la nostalgia.

La fuerza de mis sentires en cada una de estas situaciones es algo que he tenido que trabajar para generar algo productivo ahora, ya que he tenido que aprender a vivir con esto. Este sentimiento de nostalgia ante vivencias específicas o las experiencias rutinarias de salir de mis hábitos ha despertado en mí una pasión por escribir. Al escribir, logro concretar la experiencia vivida y archivarla en mí de una manera más objetiva, separando mejor las emociones de los hechos. No sólo me ha ayudado a funcionar mejor en la sociedad, sino que me ha ayudado a encontrar la puerta de un posible futuro profesional como escritor. La capacidad imaginativa que comenté al principio, datando de mis más remotos tiempos, mezclada con mi necesidad de traducir mis sentires y lo que ronda en mi mente, formó en mí un mecanismo funcional para plasmar detalles en papel.

Pero este proceso de construcción no ha sido una línea constante. El dolor provocado por los recuerdos que tan efusivamente creé durante mi juventud, durante mi adolescencia resultó insoportable. Cada canción que escuchaba lograba emular alguna de mis experiencias; cada lugar me transportaba al pasado, vívidamente repitiendo una memoria oculta para el resto, pero latente para mí. Eran tantos eventos atesorados que mi percepción, confundida, sólo podía otorgarme dolor. Pero, si me preguntan qué fue lo que cambió estos pensamientos, no sabría qué contestar con exactitud. No fue de la noche a la mañana, pero tampoco fue directamente tratado en terapia. Tal vez fue el conjunto de experiencias, el tiempo sanándome sin yo notarlo. Durante esos años, cinco para ser exacto, dejé la escritura. Son tiempos ahora perdidos en el abismo, sin algún tipo de evidencia de que existieron más que en mi memoria.

Ahora, cuando la nostalgia me inunda, no la abrazo ni la repudio; la observo e intento aprender de ella. Es probable que la nostalgia sepa más sobre mí que yo. Aprendí a provocarla también, ya que me gusta sentirme con el control de esta curiosa relación. Hay canciones que sólo escucho en ciertos momentos, películas que sólo observo bajo ciertas circunstancias, autores que leo en situaciones específicas. Confieso que la escritura es igual una fuente de dolor impresionante para mí, ya que el mero hecho de atender este escrito ha traído a mí los recuerdos más profundos de mi juventud. Cada escrito que genero va anclado a una expectativa, a un propósito; éste tiene la virtud de plasmar la influencia de la nostalgia, su raíz y las consecuencias de su existencia.

Considero que la nostalgia existe por lo efímera de nuestra existencia. La nostalgia camina porque nuestro pasado, atesorado por nosotros, se vuelve la senda. Al recordar, volvemos eterna la permanencia de lo recordado, por ende, de nuestra existencia. Aquellos momentos en los que recordamos con una mezcla de alegría y dolor una vivencia, no estamos alimentando sólo nuestro deseo de revivir algo, sino que, de manera inconsciente, pausamos nuestra inevitable decadencia y alargamos nuestra permanencia en vida. Sucumbimos ante la nostalgia para intentar visualizarnos como infinitos. ¿Qué más trágico que un recuerdo feliz mientras avanzamos hacia la finalidad? Es algo digno y particular de la humanidad. Por más que un ser se considere abogado de la franqueza y la objetividad, al recordar su merienda de la infancia, crea un ambiente artístico para él mismo. Todos los seres somos artistas a solas, en nuestra imaginación: nuestra mente es el lienzo y la nostalgia es el pincel. 

 

Daniel Escoto L.

Una carta a la nostalgia

 

Cómo citar este artículo: ESCOTO L., DANIEL (2024). Una carta a la nostalgiaNuminis Revista de FilosofíaÉpoca I, Año 3, (CD10). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2024/07/una-carta-la-nostalgia.html

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