Nobita, imperialista y desgraciado
En el capítulo anterior estudiamos con Phineas y Ferb qué es el modo de vida imperial. En él, recordemos, entendimos este modo de vida como aquel en el que hay un alto grado de desconocimiento de los procesos que dan lugar a aquello que se consume y un desplazamiento de los costes que este consumo provoca a otros territorios periféricos, especialmente del Sur Global. Aunque el otro día hablamos de Phineas y Ferb, si hay un ejemplo paradigmático de modo de vida imperial en las series de nuestra infancia es el de Nobita Nobi (en adelante, Nobita).
Para quienes no hayáis visto
Doraemon, la serie narra los infortunios de Nobita, un niño tokiota al que un
robot con forma de gato ayuda mediante el suministro de toda una serie de
artefactos provenientes del futuro. Estos artefactos tendrían dos características:
por un lado, sólo sabemos que salieron de un bolsillo, el de Doraemon, que
funciona como portal hacia otra dimensión donde es irrelevante la espacialidad,
y, por otro lado, nadie sabe cómo funcionan esos artefactos. ¡Ay! ¡Que alguien
me diga de dónde obtiene la energía el gorrocóptero! Como vimos en el capítulo
anterior, que se invisibilicen los procesos de producción no implica que no
existan y su consumo desproporcionado terminará por transformar radicalmente el
modo de vida hasta del último consumidor. Vemos, sin ir más lejos, cómo durante
este siglo colapsará la corriente oceánica atlántica a causa de la crisis
climática provocada por el modo de vida imperial, reduciendo drásticamente la
temperatura del norte de Europa y empeorando gravemente las condiciones de vida
en esos territorios, que sólo ahora comienzan a sufrir las consecuencias de su
propio modo de vida. El caso de Nobita, sin embargo, me permite hablar de otro
tipo de consecuencias asociadas a un presente radical, puesto que los costes
ecosociales (por ejemplo, el desplazamiento de las comunidades o la
contaminación y pérdida de los suelos y las aguas por compañías mineras), en
lugar de despacharlos en otro punto de su mismo planeta, los envía a otra
dimensión donde, aparentemente, nunca le molestarán. Supongamos entonces que
todo tiene un sentido, que tales costes ecosociales no existieran y que
Doraemon no es sólo la materialización del sueño tecnooptimista de Silicon
Valley, entonces, ¿qué está perdiendo Nobita al reclamar constantemente los
artefactos tecnológicos que le ofrece Doraemon cada vez que tiene un problema o
un deseo insatisfecho?
Ivan Illich, hace ya cincuenta años,
nos diría que Nobita, desentendido con los procesos que permiten su propio modo
de vida y “degradado esencialmente al rango de mero consumidor-usuario, se ve
privado de la convivencialidad” (Illich, 2012). La «convivencialidad» es un
concepto complejo, para el que aún nos hace falta asentar un par de ideas. Veamos. En
primer lugar, la convivencialidad se opone a la productividad industrial, la
cual puede entenderse como la organización social orientada a la maximización
de la producción centralizada y en masa de productos por parte de un grupo de
expertos especializados. El lema de la productividad industrial, similar a lo
que le diría Nobita a Doraemon en una rabieta, sería: ¡prodúceme más! ¡más
saber, más decisiones, más bienes y servicios! (Illich, 2012). Cuando nuestra
normalidad se basa en ese imperativo, quizás no dirigido a Doraemon, pero sí a
compañías como Mercadona, Meta o
Ryanair, perdemos la posibilidad (y con la inercia, la capacidad) de construir
una realidad más allá de las vías impuestas por aquellas corporaciones tan
familiares y a la vez tan ajenas. En segundo lugar, si desapareciese Doraemon,
Nobita sería una persona absolutamente disfuncional, sin las herramientas ni el
conocimiento práctico para resolver ningún problema en su vida. La demanda
constante de herramientas a un afuera que desconoce, la mediación con su
realidad a través de un imperativo inmediatamente resuelto, le permite conocer
cómo servir a la máquina, pero en ello pierde el conocimiento que antes
ofrecían los miembros de su comunidad e incluso aquel que podría aprender por
su cuenta: ahora es una persona inútil, ignorante y sin creatividad. Pensemos
en Shizuka (la crush de Nobita): hasta ahora, los acercamientos
afectivo-sexuales que tuvo Nobita con ella habían estado mediados por
tecnologías. Podríamos hablar, en este sentido, de algunos inventos que le
presta Doraemon, como aquellos (porque no fueron uno, ni dos) que permitían a
Nobita ver desnuda a Shizuka u otros que funcionaban como una suerte de droga
para anular la voluntad de Shizuka y que ella le besara (lo cual es aún más
grave teniendo en cuenta que Shizuka tiene diez años). Si Doraemon
desapareciera por lo que fuera, porque se estropea, porque es insostenible o
porque cuestiona la eticidad de sus artefactos, Nobita pasaría a ser un
proto-incel con una nula capacidad para relacionarse sanamente con las personas
de su comunidad y, en este caso, con Shizuka. De la misma forma, al relegar la
producción de las herramientas que requiere Nobita para vengarse de Gigante a
una fábrica situada en otra dimensión ajena a él, pierde la capacidad de
diálogo, de disenso y, con ello, la misma comprensión de la comunidad que le
sustenta (no sólo alimentándolo, sino sosteniéndolo emocionalmente).
Ahora sí podemos pensar qué es la
convivencialidad, que Illich define como “la libertad individual, realizada
dentro del proceso de producción, en el seno de una sociedad equipada con
herramientas eficaces” (Illich, 2012). Dicho de otro modo, la convivencialidad
es la capacidad de participar en los procesos de producción que dan lugar a la
vida en sociedad y, para ello, es fundamental el uso de ciertas tecnologías. De
ahí que surja una segunda definición: “una sociedad convivencial es la que
ofrece al humano la posibilidad de ejercer la acción más autónoma y más
creativa, con ayuda de las herramientas menos controlables por los otros”
(Illich, 2012).
Las características que propone Illich para una herramienta convivencial son incompatibles con los artefactos de Doraemon, ya que deben generar eficiencia sin degradar la autonomía personal, no deben suscitar esclavos ni amos y deben expandir el radio de acción personal (añado, a poder ser, sin emplear fuentes de energía externas y, especialmente, restringiendo al mínimo el uso de combustibles fósiles). No se trata, por tanto, de tener todos los bienes y servicios que queramos, sino también de tener voz y voto sobre la forma en la que se hacen las cosas. Nobita, al igual que todo humano, “no se alimenta únicamente de bienes y servicios, necesita también de la libertad para moldear los objetos que le rodean, para darles forma a su gusto, para utilizarlos con y para los demás” (Illich, 2012). Al acceder siempre a técnicas ajenas (con sus costes, sus demandas, sus formas y efectos secundarios), Nobita pierde la capacidad de aprender y crear nuevos medios para sus insulsos fines, así como la convivencia con una comunidad de la que sigue, seguimos, siendo interdependientes (aunque ahora los lazos que cimentaban las relaciones entre las personas se hayan disuelto con la deslocalización de la producción, bien en otra dimensión, bien en el trabajo invisibilizado de las fuerzas naturales, feminizadas y racializadas). Con Doraemon de su lado, que puede tomar la forma de la empresa del Xokas que te lleva la comida a casa, Nobita perdió la relación de convivencia con las personas de su entorno y sostenido por un infinito de comunidades y técnicas cuya historia desconoce, creyó encontrar la libertad creyéndose independiente y ajeno a cualquier límite, un hombre hecho a sí mismo, postrándose ante la productividad y multiplicando unos deseos que siempre le fueron fáciles de satisfacer. Sin embargo, no puedo dejar de ver en Nobita a un desgraciado y engañado desposeído que demanda compulsivamente artefactos para satisfacer falsas necesidades y que, en cada imperativo a Doraemon, se hace un poco menos autónomo y un poco menos feliz. Y es que, como nos dice Illich, “cuando una sociedad, no importa cuál, rechaza la convivencialidad antes de alcanzar un cierto nivel, se convierte en presa de la falta, ya que ninguna hipertrofia de la productividad logrará jamás satisfacer las necesidades creadas y multiplicadas por la envidia” (Illich, 2012). ¡Ay! Para no irnos así de tristes (al menos yo, que me identifico un poco con Nobita), creo que la tristeza de Nobita encierra en ella una narrativa políticamente fructífera, ya que ser conscientes de que el modo de vida imperial es un modo de vida infeliz nos permite transformarlo, no sólo por la rabia que nos pueda provocar la situación del Sur Global, sino por el deseo de nuevos modos de vida mejores y, a poder ser, más solidarios (Wissen y Brand, 2023)... Pero este será tema para otro capítulo.
Bibliografía
-BRAND,
ULRICH Y WISSEN, MARKUS. (2021). Modo de vida imperial. Vida cotidiana y crisis
ecológica del capitalismo. Tinta Limón Ediciones.
-ILLICH, IVAN. (2012) La convivencialidad. Virus.
Como citar este artículo: GARCÍA DOMÍNGUEZ, MANUEL. (2024). Tecnofobia para niños SO1EP2: Nobita, imperialista y desgraciado. Numinis Revista de Filosofía, Época II, Año 3, (CL2) ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2024/07/nobita-imperialista-y-desgraciado.html
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¡Muy ingenioso, Manuel! Me parece importante lo que destacas de la impotencia y la torpeza social ligada a las tecnologías productivistas
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