

La
última tentación de Putin
Espiro cortaba el repollo como tantas veces lo había hecho desde que comenzara a ayudar en las cocinas del Imperio Ruso, allá por 1893, en San Petersburgo. Ahora, en Moscú, veintisiete años más tarde y con cuarentaiún años vistiendo su cuerpo y alma, seguía cocinando, aunque las cosas habían cambiado mucho. De adolescente llegó a servir al mismísimo Rasputín; ahora servía al fundador de la Unión Soviética. La salud de Vladimir Ilych Ulyanov comenzaba a resentirse. Apenas unas semanas antes, los bolcheviques acababan de celebrar con grandes fastos los cincuenta años del camarada Lenin, quien, al parecer, no vio con buenos ojos tanta celebración por todo el país.
Mientras
cortaba el repollo, Espiro pensaba en uno de sus cuatro hijos, Vladimir. ¿Qué
sería de él? Estaba preparando Shchi, ese plato tan común en las
cocinas rusas. En la cocina no había nadie más que él. Se oía el rítmico
golpeteo de la hoja del cuchillo contra la tabla. En ese momento apareció una
mujer. Espiro dio un respingo, porque no esperaba ver a nadie. No era la
primera vez que le había ocurrido algo así en los últimos seis meses; esta era
la tercera. Medio año atrás, también en la cocina, se le apareció una mujer del
Paraguay, lo cual le llamó muchísimo la atención, por lo insólito que era ver
siquiera a alguien de ese país en Moscú apenas tres años después de la Gran
Revolución. Se llamaba Alma Abigail Benítez y le hizo un ofrecimiento que Espiro
rechazó de plano. Tres meses después, apareció otra mujer que dijo llamarse
Paula Yactra. Le sorprendió que también fuese paraguaya. Volvió a rechazar el
ofrecimiento. Ahora, volvía a aparecérsele otra mujer que, al igual que
las anteriores, hablaba ruso con acento español. Espiro empuñó el cuchillo con
fuerza y el golpeteo contra la tabla cesó.
—Sé
quién eres, Espiridón Putin. Y creo que sabes también a qué he venido.
—Sabes
mi nombre y, sin embargo, yo el tuyo no.
—Mi
nombre da igual, pero entiendo que quieras saber con quién estás hablando —hizo
una pausa que realzó el silencio de la cocina—. Me llaman Pamela Troche.
—Pamela…
Y seguro que también vienes del Paraguay. Tus antecesoras tenían un acento muy
parecido al tuyo.
—Veo
que no las has olvidado… ¡Bien!
—Si
vienes a lo mismo que vinieron ellas, ya puedes irte por donde has venido.
—¿Así
que no tienes miedo…? Eres valiente. ¡Eso me gusta!
—Tengo
trabajo que hacer. El camarada Lenin espera el almuerzo.
—No
te escudes en tu trabajo. Hoy me darás una respuesta, me entregarás tu alma.
A
Espiro le recorrió un repente de escalofrío por la espalda. Las dos mujeres
anteriores eran bellas, decididas, misteriosas; la que ahora tenía frente a sus
ojos no era menos misteriosa ni decidida ni bella que las otras dos. De hecho,
la mirada de Pamela Troche lo escrutaba con una profundidad que comenzaba a
incomodarlo. Le daba miedo, sí.
—No
temas, no voy a hacerte daño. Tú lo sabes. Aunque comprendo que el frío recorra
tu cuerpo… ¿Y bien?
—¿Y
bien qué?
—Venga,
vamos, Espiro, no te hagas el tonto. Ya sabes cuál es el trato.
—He
estado trabajando toda mi vida, desde que tengo doce años. No necesito tu ayuda
ni la de nadie. Saldré adelante. Los tiempos han cambiado y nos espera una gran
prosperidad.
—¡Ja!
¿Es eso lo que crees de verdad? A tu camarada Lenin le quedan apenas cuatro
años más de vida.
—¡Y
tú qué sabrás!
—No
te alteres. Lo sé y basta. Se avecinan tiempos muy difíciles y de mucha
incertidumbre. No queda mucho para que el camarada Iosef Stalin aparte del
poder a tu Lenin. Sé que te preocupan tus cuatro hijos, especialmente Vladimir.
Yo te ofrezco una vida larga no exenta de dificultades, pero también la
prosperidad y la eternidad de tu estirpe.
—¿Y
qué ganas tú con ello?
—Algo.
—No
veo ninguna ganancia sustanciosa para ti a cambio de la prosperidad y eternidad
que me ofreces.
—Evalúa
tú qué ganas, que lo que yo gano ya lo he evaluado.
—Estás
muy segura de ti misma. Te olvidas de que tengo un cuchillo y el trato podría
finiquitarlo aquí y ahora…
—¡Prueba!
¡Dale! ¿Crees que desapareceré de tu vida si me clavas un cuchillo? —mientras
decía eso, Pamela Troche se descubrió los dos pechos, hermosos, redondos y
firmes, ofreciendo su torso al sacrificio— ¡Lo tienes muy fácil! ¡Dale! ¡Hunde
ese cuchillo en este cuerpo! ¿Crees que me reventarás el corazón?
—¡Cúbrete!
—respondió Espiro apartando lo vista y volviendo los ojos al repollo que
esperaba en la tabla.
—Te
lo voy a poner muy fácil. Vivirás ochentaicinco años, ni uno más ni uno menos.
Dentro de veinte años tus cuatro hijos irán al frente de una guerra como jamás
se ha visto otra antes. Dos de ellos morirán. Tu Vladimir regresará, aunque
lisiado; y tu otro hijo, Alexander, regresará indemne. Vladimir engendrará a
otro Vladimir, tu nieto Volodia. Cuando tú mueras, él no habrá cumplido trece
años y guardará consigo una foto tuya. Tú no lo verás, pero ese Volodia
gobernará un imperio. Esa es la eternidad de tu estirpe que te ofrezco… ¿Y bien?
—¿Y
todo eso a cambio de mi alma?
—De
tu alma y tu semilla.
—¿Qué
quieres decir?
—Ven.
¡Hazme tuya!
Pamela
Troche se quitó la ropa y le ofreció la piel de su cuerpo a Espiro. Mientras la
embestía, Espiridón Putin, tuvo la sensación de que aquella mujer no era una
sola mujer, sino tres. Cuando por fin, sofocado, derramó la semilla en su
vientre, ella sonrió y emitió un gemido que Espiro no logró comprender.
—¡Ya
eres mío! ¡Vuelve a tu cocina!
Igual que se había quitado la ropa, volvió a ponérsela. Antes de que aquella mujer con el cuerpo de tres mujeres desapareciese por la puerta, Espiro quiso hacerle una última pregunta, pero enmudeció y decidió proseguir su vida como si nada hubiera ocurrido.
En 1965, poco antes de dar el
último aliento, Espiridón Putin sintió una voz de mujer que le hablaba en ruso
con acento del Paraguay. Le dijo su nombre. Abrió los ojos y tuvo una última
visión. Allí estaban Alma Abigail Benítez, Paula Yactra y Pamela Troche. Las
tres mujeres en una nueva de nombre Sofía Gamarra. Fue entonces cuando se
atrevió a hacer la pregunta que cuarentaicuatro años antes no se había atrevido
a hacer:
—¿Qué ganas tú con esto?
Ese ente subyugante con el cuerpo
de cuatro hermosas mujeres que flotaba al pie de la cama le sonrió emitiendo un
gemido y mirándolo fijamente a los ojos con una mueca de extrañeza.
Entonces Espidirón Putin oyó las dos últimas palabras de su existencia:
—La guerra.
Michael
Thallium
La última
tentación de Putin
Cómo citar este artículo: THALLIUM, MICHAEL. (2024). La última tentación de Putin. Numinis Revista de Filosofía, Época I, Año 3, (CV66). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2024/06/la-ultima-tentacion-de-putin.html




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