Ya no arden ni el tojo ni el
brezo en la cocina
Hubo un tiempo en que sí lo hacían. En lugares remotos donde abundaban los bosques incultos, esos de los que hablaba Wenceslao Fernández Flórez, entregados a sí mismos en una silvestre y profusa variedad de árboles. De él casi ni se habla, aunque sea autor de —como poco— una obra maestra de la literatura. En aquel tiempo en que los seres humanos andaban más pegados a la tierra, quizás vivir fuera más áspero, pero la vida se olía en las cocinas. Allí ardían el tojo y el brezo, y su aroma a bosque se mezclaba con la del grano de café o la leche hirviendo, con la del pan cocido, con la de aquellas viandas que pendían al aire de los techos del sobrado sin que un plástico fino y transparente les sirviese de aséptico escaparate para el consumidor. Olía al trajín de la tierra que puja por existir. Hoy en las cocinas huele a vitrocerámica, a electricidad, quizás a gas, a trajín de ciudad, anónimo y multitudinario, a papel film —que de papel tiene lo que el árbol tiene de plástico—, a paquete de café, a tetrabrik de leche o zumo con cero azúcares.
El año 1964 no tiene nada de
particular, salvo que fue bisiesto y que, desde entonces, ha transcurrido un
sesentenario. Justo sesenta años en un año, 2024, que también es bisiesto. Y
esos son justos los años que se cumplen de la muerte de Wenceslao Fernández
Flórez. Murió el 29 de abril de aquel año. Unos meses más tarde, el 6 de julio,
fallecía también Rafael Cansinos Assens, escritor enorme y sabio. Ambos,
Wenceslao y Rafael, fueron coetáneos. Tuvieron algún desencuentro amistoso allá
por 1917. Lo narra Cansinos Assens en su imprescindible novelón póstumo La
novela de un literato: «Wenceslao Fernández Flórez me aguarda esta noche en
el café para protestar, amistosamente desde luego, contra algunas apreciaciones
que sobre su novela Volvoreta hacía yo en una crítica…»
Ambos murieron en Madrid.
Discretamente. Olvidados. Preteridos. Gallego uno, sevillano el otro. A
Wenceslao Fernández Flórez lo trasladaron a La Coruña y lo enterraron en el
cementerio de San Amaro, uno de los más antiguos de España, a menos de veinte
kilómetros de Cecebre, ese lugar que alberga la inmortal fraga de El
bosque animado. A Rafael Cansinos Assens lo enterraron en el madrileño
cementerio de San Justo. Su tumba, muy sencilla —como fue su vida— bien merece
una visita: se encuentra a unos veinte metros del Panteón de Hombres Ilustres.
Quien verdaderamente la busque, la encuentra. Como sus libros.
Hay otro gallego, enterrado más
al norte, en Serantes, en tierras ferrolanas, cuyo fallecimiento también se
conmemora este año. Hace veinticinco años que se murió y, al igual que los
otros dos, hoy ha quedado un tanto olvidado: Gonzalo Torrente Ballester. Hace
algo más de una semana se honró su memoria con una mesa redonda en la Casa de
Galicia de Madrid. Allí estaban el crítico literario Ángel Basanta —su edición
anotada del Quijote es de las mejores— y los escritores Luis Mateo, Premio
Cervantes 2023, José María Merino, Premio Nacional de las Letras, y Marcos
Giralt, nieto de Torrente Ballester. Al autor de La saga/fuga de J.B. le
hubiera gustado escuchar lo que de él dijeron.
Hace apenas unos días, en la
biblioteca del Ateneo de Madrid, también se rindió homenaje a Rafael Cansinos
Assens. Allí estuvieron su hijo, Rafael Manuel Cansinos, la periodista Ada del
Moral, el crítico literario Fernando Rodríguez Lafuente y la filóloga Margarita
Hernando de Larramendi. Todos los libros de Cansinos Assens son
imprescindibles, hasta sus traducciones. Fue un sabio políglota que
conoció el mundo a través de los libros. Viajó muy poco: Sevilla, Madrid y
algún que otro lugar. No mucho. Sin embargo, anduleó las calles de Madrid como
nadie y como nadie describió la época que le tocó vivir. Quien quiera leer un
libro excepcional sobre la posguerra, ha de leer sin falta 1943. Diario
de posguerra en Madrid. Rafael Cansinos Assens es un escritor de cabecera,
grande, excepcional, único.
Es curioso que El bosque
animado de Fernández Flórez se publicara en 1943, justo el año en el
que empiezan los diarios de posguerra de Cansinos Assens. Sin embargo, han
tenido que pasar ochenta años para que el diario de Rafael Cansinos Assens
viera la luz. Vendrán más. Uno espera con impaciencia 1944.
Escritores de otros tiempos que
escribieron como nadie sobre nosotros mismos cuando andábamos más pegados a la
tierra, aunque el vivir nos fuera áspero. Son esos tiempos que aún rememora
Ignacio Sanz en alguno de sus relatos rurales, de gentes olvidadas y pueblos
despoblados, donde apenas moran los Últimos robinsones.
Aquellos tiempos en que bullían las aspiraciones y los anhelos en la
cocina y la vida transcurría más lentamente al calor del fogón…
Hoy pocos fogones quedan y ya no
arden ni el tojo ni el brezo en la cocina.
Michael Thallium
Ya no arden ni el tojo ni el
brezo en la cocina
Cómo
citar este artículo: THALLIUM,
MICHAEL. (2024). Ya no arden ni el tojo ni el brezo en la cocina. Numinis Revista de Filosofía, Época
I, Año 2, (CV47). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2024/02/ya-no-arden-ni-el-tojo-ni-el-brezo-en.html
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