

Aquel poeta que nunca vio el mar
Hay fracasos estrepitosos y otros fracasos divinos. Los primeros son la comidilla de las tertulias, y quien los tiene, padece también el escarnio y la befa de la muchedumbre; los divinos, esos son personales, más íntimos, de mesa camilla, casi anónimos. De ese fracaso divino escribió Rafael Cansinos Assens en 1918. Ya hace más de cien años. En noviembre de aquel año, justo un par de meses antes de que se publicase El divino fracaso de Cansinos Assens a comienzos de 1919, moría la poetisa Carmen Gutiérrez de Castro. Se la llevó la epidemia de la gripe. Una vida malograda, quizás otro pequeño y divino fracaso, brevísimo. Si su nombre sale a relucir aquí es porque de ella habla el madrileño poeta sevillano —sí, que nadie lo dude, Rafael Cansinos Assens fue poeta; sevillano de nacimiento y madrileño de adopción— en ese estupendo libro que todos los adeptos a la creación literaria debieran leer:
Miraba yo esta noche a la ingenua muchacha, que había hecho unos versos de amor y me los leía ruborizada, como se ruborizan las niñas de los liceos… Mirábala tan sencilla y cándida, puerilmente feliz de haber hecho unos versos no mucho más largos que una copla, encogida de rubor junto a su madre, encogida del rubor de sus versos, tan sencillos, y de nuestros elogios, pudorosa de escucharse alabada por algo más que por su belleza.
Ignoraba Rafael Cansinos Assens
que esa joven poetisa moriría antes de que la imprenta pariese su libro. En el
número V de la revista Grecia, publicada el 15 de diciembre de
1918, César Antonio Comet, uno de los firmantes del manifiesto ULTRA,
escribe una sentida necrológica recordando a Carmen Gutiérrez de Castro:
Un alma de mujer, en la plenitud
de su gracia, toda consoladora bondad entre nuestros corazones henchidos de
ansias y delirios irrealizables: que supo conmovernos y extasiarnos con sus
prodigios de exaltación cordial y sus desbordamientos generosos y sinceros de
fraternidad tierna y sencilla, se ha vertido en las tinieblas del no ser,
inesperadamente, cuando el esplendor de su luz interna podía iluminar con
claridades augurales y maravillosas el sendero de la Vida…
¿Qué ha quedado de esa
Carmencita? Una obra ciertamente breve y el mayor de los honores: que su
memoria —como la de tantas otras personas hoy ya olvidadas— descanse en los
libros de Rafael Cansinos Assens, sobre todo en esa obra maestra que es La
novela de un literato. En esas páginas se narra la llegada de aquella
muchacha ingenua a la tertulia de El Colonial en 1917:
Revuelo en la tertulia de El
Colonial. Se suma a la misma la joven poetisa Carmen Gutiérrez de Castro, que
se sienta con los poetas acompañada de su madre. Comienza a publicar en Los
Quijotes. Bóveda, San Germán, Andión, Álvaro Orriols le
forman una corte de admiradores.
Llama la atención que un
políglota como Rafael Cansinos Assens viajara muy poco, más bien nada. Amén de
su Sevilla natal y el Madrid por el que anduleó y que conoció como nadie, pocos
viajes hizo en su vida. Jamás salió de España y, lo que es más triste para un
poeta, ni siquiera vio el mar. Y, sin embargo, cuántos viajes y lugares
sugieren sus escritos e innúmeras traducciones: Dostoyevski, Gorki, Tolstoy,
Tagore, Emerson, Stendhal, Lagerlof, Kipling, Balzac, Goethe… por nombrar tan
sólo unos pocos.
Eso de que no hubiera visto el
mar me evoca la magnífica novela de José Antonio Abella titulada Aquel mar que nunca vimos —la verdadera y
más completa historia del maestro de escuela Antonio Benaiges— que, por cierto,
ya va por la séptima edición desde que se publicó en noviembre de 2020:
Si al menos aceptáramos nuestra
ignorancia con humildad, no andaríamos enzarzados en discusiones estériles de
antemano, estériles porque su objetivo no es buscar la verdad (o el conjunto de
las pequeñas verdades) a través de la palabra compartida, sino imponer con
palabras (o sin palabras) nuestra verdad única e indiscutible, por la fuerza si
hace falta.
Rafael Cansinos Assens buscó la
verdad con humildad, anónimamente. Pasó la guerra civil discretamente en
Madrid. El franquismo lo purgó, pero él ya había construido el álveo de su
pensamiento más íntimo con la paciencia del ave que construye un nido… Cuando
murió en 1964, después de una larga vida de ochentaidós años, sencilla, casi
nadie se acordaba de él. Durante muchos años, desde que entró en esa vida
blanca y fría de las estatuas perdidas, se le desprestigió como escritor y
traductor. Escribió muchas páginas de su puño y letra aún hoy inéditas. La
mayor parte de su obra es póstuma y se conserva en esa arca por la que aún vela su hijo Rafael
Manuel Cansinos Galán.
Hoy, según mis dedos van
repiqueteando a ráfagas en el teclado de un portátil, contemplo la pantalla en
blanco, un blanco abismal y luminoso, que poco a poco va vistiéndose con el
ropaje de los racimos de mi pensamiento. A cada golpeteo de teclas, uno va
salpicando el blanco de manchas negras, alineadas y ordenadas, para vestirlo de
texto. Dice José Antonio Abella en Aquel mar que nunca vimos que
cuando las palabras salen, dejan espacio al aire y a la luz, sin los que la
vida no es posible: «Las palabras que no llegan a la boca acaban estancadas y
podridas en algún recoveco del alma cercano a los pulmones». Por eso yo he
escrito estas palabras, no para que las oigas de mi boca, sino para que cuando
las leas, se hagan un poco más tuyas y quizás así pasen a otras gentes también,
de lector en lector, para formar una ola en cuya cresta se alce el recuerdo de
aquel sabio sevillano y madrileño, de aquel poeta que nunca vio el mar.
Michael Thallium
Aquel poeta que nunca vio el mar
Cómo
citar este artículo: THALLIUM,
MICHAEL. (2024). Aquel poeta que nunca vio el mar. Numinis Revista de
Filosofía, Época I, Año 2, (CV48). ISSN ed.
electrónica: 2952-4105.




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