Han pasado ya más de veinticinco años. Fue en Málaga, durante unas jornadas internacionales de traducción e interpretación. Corría el mes de marzo de 1997. Una de las ponencias la impartía un hombre de quien jamás uno antes había oído hablar. Su nombre llamaba la atención, Luis Alonso Schökel, sobre todo ese segundo apellido tan germánico. Era madrileño. En Madrid nació allá por 1920. Cuando uno lo conoció, era ya anciano. Apenas le quedaba algo más de un año de vida, aunque eso uno —y él tampoco— entonces lo sabía. De hecho, uno supo que murió en Salamanca en 1998, porque lo buscó para escribir esta columna de los viernes.
El padre Schökel —así lo llamaban, por su condición de sacerdote—
era alto, con una blanca barba aarónica de sabio y unas gafas de cristal de
lupa que agigantaban el tamaño de sus ojos; su voz profesoral y afable, su semblante
serio, aunque tenía mucho y buen humor. Llevaba una gabardina verduzca y
muy raída. Dicen que en Oyambre «ponía orden y ritmo» a las olas del
Cantábrico: nadador de fondo, humanista, filósofo, teólogo, músico, políglota,
traductor, literato, ensayista, investigador, escriturario… Uno deduce que era
superdotado. Pero, claro, todas esas cosas las ha descubierto uno muchos años
después. Aquel día de la ponencia en un anfiteatro de la Universidad de Málaga,
Luis Alonso Schökel, aunque vistiera con alzacuellos, era un sencillo
traductor. Uno no recuerda muy bien el contenido de aquella ponencia, aunque sí
la metáfora que el padre Schöckel empleó cuando comenzó a hablar de la labor
del traductor: era como un organista que manejara un órgano de tubos en el que
había que seleccionar los registros más adecuados para verter las melodías de
la lengua vernácula en las de la armonía de la lengua de destino procurando que
el texto traducido sonase con el máximo esplendor y vibrase con autenticidad.
Hermosa comparación entre la música de las palabras y el significado de los
sonidos.
Cuando terminó su ponencia, uno tuvo oportunidad de
intercambiar con el padre Schökel algunas palabras que,
desafortunadamente, no recuerda y compró el único libro que podía permitirse
comprar en aquel entonces —¡economía de estudiante!—: Biblia del
Peregrino.
La presencia de Luis Alonso Schökel le dejó a uno huella por su
magnanimidad y modestia. Dicho de otro modo: desprendía la humildad del sabio
auténtico. Y aun siendo impresionante su erudición, por lo que uno más lo
recuerda es por una anécdota que ocurrió en la clausura de aquellas jornadas de
traducción y que da cuenta de la calidad personal de Luis Alonso Schökel. Nos
invitaron a una recepción en el Ayuntamiento de Málaga, con alfombra roja y
boato. Allí íbamos desfilando los invitados ante los gorrillas, drogadictos y
pedigüeños que en aquella época plagaban la Avenida de Cervantes. Algo un
tanto paradójico. Todos pasábamos de largo con nuestras mejores galas, sin
prestarles atención, más aún, haciendo como que no existían, disimulando su
incómoda presencia. El padre Schökel era parte de la comitiva también, pero
seguía fiel al alzacuellos y a aquella verduzca gabardina tan raída. En un
momento dado, una muchacha drogadicta se acercó a pedirle una limosna. El
maestro se paró discretamente, sin llamar la atención, y comenzó a hablar con
ella. Uno también se paró y se escondió detrás de una columna a la entrada del
ayuntamiento para atestiguar en secreto aquella conversación de la que no podía
oír nada por la distancia que nos separaba. La estampa era enternecedora. Ella
lo miraba arrobada, escuchando; luego ella hablaba y él escuchaba. Quizás
conversaron unos diez minutos. ¿Qué se dirían? ¡Quién pudiera saberlo! Lo que
sí que uno sabe es que tras aquella conversación, casi a pie de alfombra roja,
el padre Schökel tomó las manos de la muchacha y depositó en ellas un
billete de cinco mil pesetas. Se despidió de ella y acto seguido entró a
la elegante y concurrida recepción como si nada hubiese sucedido. Nadie más que
uno se percató de lo que había ocurrido y tampoco el padre Schökel supo que
alguien lo había estado espiando. Nunca más volvimos a vernos.
Pasaron los años, muchos, y un día conversando
con Emilio
Pascual —otro sabio humilde a quien la literatura en lengua española
debe tanto—, salió a relucir la figura de Luis Alonso Schökel. Uno le contó la
anécdota de marras y que había tenido la suerte de conocerlo en persona. Fue
entonces cuando Emilio, haciendo honor a su máxima de que «el azar es uno de
los nombres del destino» reveló que, cuando él era estudiante, aunque no había conocido en
persona al maestro, había tenido como libro de texto uno escrito por Luis
Alonso Schökel: La Formación del Estilo.
A uno le picó la curiosidad y,
transcurridos unos meses, pudo por fin hacerse con un ejemplar de La
Formación del Estilo —dos volúmenes: libro del alumno y libro del
profesor, editorial Sal Terrae— en una modesta librería de libros antiguos,
modernos y de ocasión, en Madrid, que advierte así a sus visitantes:
¡Hombres
y mujeres de toda condición!
¡Si
queréis arrojar del mundo los cuatro fatídicos ginetes [sic] de la Guerra, del Hambre, de
la Peste y de la Muerte, cultivad vuestro espíritu!
¡Adquirid
libros!
La librería la regenta Miguel García y se
llama Mireya, en la calle Andrés Mellado. Es uno de esos lugares peculiares,
pequeños, donde los libros se amontonan sin aparente concierto, los bibliófilos
intercambian información privilegiada —que a muy pocas otras personas
importa— y donde el horario de apertura es sólo orientativo.
De La Formación del Estilo llama
mucho la atención el nivel tan alto de los textos y autores que aborda:
Quevedo, Rubén Darío, Gómez de la Serna, Zunzunegui, Unamuno, Casares, Gerardo
Diego, Machado, Bergamín, Carmen Laforet, Foxá, Baroja, Alexaindre, Homero,
Virgilio... Igualmente alto es el nivel que deberían de tener los alumnos allá
por 1946, años de posguerra, por cierto. Compararlo con el nivel
actual —tanto de los maestros como de los alumnos—, setentaicinco años más
tarde, es asumir la realidad de un mundo empobrecido intelectualmente, de un
conocimiento de plastilina, deformable al antojo de ideologías políticas,
deficiente y al albur de la gobierna de las redes sociales.
La Meditación preliminar con
la que se abre el libro del alumno en la edición de 1958 es admirable:
Este
libro está destinado a servirte en el aprendizaje del arte de escribir. El
estilo literario, como las demás ocupaciones artísticas, tienen una parte
de técnica que se
puede aprender o perfeccionar; lo mejor es aprender esa técnica a lo largo de
la formación, cuando las facultades se están desarrollando y el tiempo se
dedica principalmente a dicha formación.
Tienes
que pensar que puedes llegar a escribir bien: si no con estilo propio y
original, al menos aprenderás a escribir decentemente con estilo prestado; aun
entonces, pondrás algo de tu personalidad en el estilo. Si sientes facilidad
espontánea y gusto en escribir, no desprecies por ello la técnica; en el
ejercicio podrás aprender reflejamente, y dominar mucho mejor tus propias
posibilidades, te podrás explicar a ti mismo lo que haces espontáneamente.
El primer ejercicio que aparece es de
vocabulario. El maestro Schökel toma como ejemplo un romance de Quevedo donde,
burlescamente, se describe la boda entre Don Repollo y Doña Berza. El poema
comienza así:
La
Lechuga, que se viste
sin
aseo y con fanfarria
presumida,
sin ser fea,
de
frescona y de bizarra.
Uno, al leer el planteamiento de ese primer ejercicio, entusiasmado, decide ponerlo en práctica con su sobrino de ocho años. Nos ponemos a recitar esos primeros versos para intentar memorizarlos. Parece que la cosa funciona. Entablamos el siguiente diálogo que, finalmente, resulta todo un baño de actual realidad:
— ¿Sabes de quién son estos versos en realidad?
—No.
—De Quevedo. ¿Sabes quién es Quevedo?
—Sí, un cantante.
Vale.
En memoria de Luis Alonso Schökel, S. I. (Societas
Iesu)
Michael Thallium
La formación del estilo
Cómo citar este artículo: THALLIUM, MICHAEL. (2023). La formación del estilo. Numinis Revista de Filosofía, Época I, Año 2, (CV33). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2023/11/la-formacion-del-estilo.html
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