Resistencia verbal
Hace unos días tuvo uno el privilegio de conversar con Tomás Sánchez Santiago. No es la primera vez que su nombre sale a relucir en Numinis. Hace ya algo más de mes y medio apareció en la columna de los viernes titulada Vivir para ver lo que nadie más ve. En ella hablaba uno de La belleza de lo pequeño, ese libro hermoso y chico en el que lo inadvertido cobra el protagonismo que le niegan la actualidad y la historia de los grandes acontecimientos. Tomás es un tipo que vive a duras penas en un mundo que no le acaba de convencer y que hace lo posible por dignificar esta aventura transitoria que es la vida de cada uno, observando las cosas, procurando mejorarlas con la mirada y sosteniendo una actitud crítica a la par que amorosa con todo lo que significa la vida. Su voz es sosegada, profunda y clara.
Tomás es escritor de las cosas cotidianas,
es el poeta de los desvalidos. Nació en Zamora y creció en el bullicio
silencioso, castellano y hosco, de la calle donde sus padres tenían un comercio
de curtidos. Allí estuvo hasta los diecisiete años. Esos años de infancia y
adolescencia —en los que había que inventarse la vida, porque la vida se
reducía a los doscientos metros de una calle—, rodeado de comerciantes que
acudían a comprar material al negocio familiar, los reflejó Tomás hace más de
veinte años en una novela poliédrica y de culto: Calle Feria. Si
hay libros que le dicen al lector «búscame», Calle Feria es
uno de ellos.
De Zamora pasó a León donde vive y escribe desde hace muchos años. Su carácter literario se forjó en Castilla, esa llanura extensa que José Antonio Abella, otro castellano —burgalés de nacimiento y segoviano de adopción— describe en La llanura celeste. Y es que, si se tira del hilo, quizás de Castilla y castellanos vaya hoy el asunto. Permítanle a uno que se explique. La conversación con Tomás fue un eslabón más de una cadena de acontecimientos que han ido sucediéndose desde hace algo menos de un año. Todo comenzó en Urueña, la Villa del Libro, en la provincia de Valladolid. Fue allí donde las casualidades de la vida le llevaron a uno a dar con Jesús Martínez, conocido como Jesús Alcaraván por la librería que regenta: Librería Alcaraván. Es el primer librero de esa villa. Jesús le puso a uno en la pista de otro escritor, Ignacio Sanz, nacido en Lastras de Cuéllar. Últimos robinsones es la más reciente de sus novelas. En ella aborda un asunto que a Ignacio le preocupa desde hace mucho tiempo: la despoblación de Castilla. De las conversaciones con Ignacio Sanz salió el conocimiento de otro gran escritor, José Antonio Abella. Gracias a Abella conoció uno a los editores de Valnera Ángeles de la Gala y Jesús Herrán. Son cántabros, pero Cantabria y Castilla son hermanas. Ahí quedó como prueba de ello un estupendo libro casi olvidado de Dionisio Ridruejo: Castilla la Vieja. Jesús Herrán y Ángeles de la Gala le llevaron a uno al conocimiento de Emilio Pascual, otro castellano del pueblo segoviano de Tejares. Emilio Pascual es uno de los grandes editores del universo hispanohablante, excelente escritor, extraordinario sonetista y un gran conversador, sabio, prudente y ameno. Suyo es un estupendo libro sobre bibliotecas imaginarias: El gabinete mágico. A Tomás Sánchez Santiago lo conoció uno por amable prescripción de José Antonio Abella, quien, aparte de estupendo narrador, es también médico... ¡y de sanar espíritus sabe un rato!
Presentada la cadena de
acontecimientos, regresemos al eslabón de nuestro poeta zamorano que describe
como nadie esos mundos en retirada del zapatero, del carpintero o del herrero
que se juegan los dedos en el oficio. No en vano, fue un zapatero de Villarrín
de Campos, quien le enseñó qué era la poesía al Tomás adolescente de aquella
calle Feria de los años sesenta. A aquel zapatero, que atendía al nombre de
Manuel de León, le faltaba un dedo y un día Tomás le preguntó qué le había
sucedido para perderlo. Entonces, el zapatero fabuló algo y le dijo que era
poeta. Muy serio, le recitó:
Entre un yunque y un
martillo
puse sin querer el
dedo.
Esa noche no había
estrellas
y vi el firmamento
entero.
Hete ahí la prueba
irrefutable de que se puede ser poeta sin ser escritor. Es más, no por ser
escritor se es poeta.
Tomás Sánchez Santiago está convencido de que hay hechos en nuestras vidas que están llamados a la evanescencia, a perderse en el aire, pero que, sin embargo, nos modelan como persona. Eso es lo que ha querido plasmar en Años de mayor cuantía, una novela en la que la memoria pesa tanto como la imaginación… esos años que parecían destinados a perderse, pero que a la postre son parte fundamental del carácter de una persona.
Tomás Sánchez Santiago rescata el lenguaje en manos de los usurpadores de las palabras —políticos, profesionales de la propaganda o publicitarios— que lo malversan; coloca las palabras donde tienen que estar, restaurando el valor que tienen. Es un poeta cuya resistencia verbal pone en evidencia la gran malversación de las palabras: la mentira. Quizás todos los escritores, libreros y editores que uno ha mencionado antes —Ignacio Sanz, José Antonio Abella, Emilio Pascual, Dionisio Ridruejo, Jesús Alcaraván, Ángeles de la Gala y Jesús Herrán— tengan en común con Tomás eso que les hace únicos: devolver a las palabras su valor, resistirse verbalmente contra la mentira, buscar la verdad, en definitiva. Porque, como decía otro poeta zamorano, Claudio Rodríguez: «la más honda verdad es la alegría».
Michael Thallium
Resistencia verbal
Cómo citar este artículo: THALLIUM, MICHAEL. (2023). Resistencia verbal. Numinis Revista de Filosofía, Época I, Año 2, (CV22). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2023/08/resistencia-verbal.html
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