
La inmensidad, o del miedo a equivocarse
-Tengo miedo de haberme equivocado.
Una vez dijo esta frase, Clara rompió a llorar. No era
el suyo un llanto continuado, catártico, explosivo, sino uno tímido, que moría
en el propio acto de comenzar. Mientras que los solitarios lagrimones corrían
ávidos por sus maquilladas mejillas, arrastrando tras de sí los restos del
lápiz de ojos que había adornado aquella cautivadora mirada durante toda la
noche, sus sollozos se recortaban contra el solitario silencio de la naciente
madrugada. Se oían casi lejanos, amortiguados por las manos de Clara y por el
poco autocontrol que lograba aunar, y parecían componer una deprimente sinfonía
de staccatos secos y violentos. Sus brazos temblaban como manteniendo el
ritmo de toda la orquesta, y su pecho y su espalda se levantaban acompasando a
tan patética banda sonora.
Mientras todo esto le ocurría a su novia, Jota no pudo
evitar sentirse ausente. Aunque estaban ambos sentados a escasos centímetros en
el sucio banco de un barrio residencial de una ciudad cualquiera, aunque sus
manos se tocaban y se acariciaban mutuamente, respondiendo la una a los suaves
movimientos de la otra con un ligero toque de los dedos en el dorso, Jota
intuía que a ambos les separaba un abismo infranqueable. Se sentía no como un
personaje protagonista que se encuentra inmerso en la acción, que debe moverse
cuando es requerido, que debe responder a una frase hueca con otra frase
igualmente hueca pero conmovedora. Más bien, se encontraba completamente
disociado de la escena que estaba ocurriendo, era un espectador pasivo, una
cara más en la anónima masa uniforme que constituye la audiencia. Entre ambos
se había levantado un férreo e impenetrable telón, y la distancia infinita que
ahora les separaba pareciera ser aquella que separa realidad de ficción. Aunque
algo dentro de él amagaba con removerse compasivamente con cada atribulado
gesto de Clara, no era capaz de afrontar la situación, y simplemente podía
divagar con su mirada y con su mente felizmente nublada por la embriaguez.
-No lo debería haber hecho
De nuevo, una frase de Clara que Jota no podía
comprender. A pesar de que el español era su lengua materna, en aquel momento
aquel extraño conjunto de sonidos y de pausas, de sintagmas y de sílabas, no
podía fijarse en su cerebro. Era para él aquella frase tan misteriosa y
enigmática, tan esencialmente críptica e indescifrable, como el ulular del
viento entre las ramas de un roble solitario o el canturreo jolgorioso del agua
al verse arrastrada en impetuosa carrera. Con la repetición de la frase
rondándole la cabeza, intentando por todos los medios traducir la misma a un
lenguaje que pudiera entender, Jota sintió dentro de él un impulso que sí
comprendió claro y conciso, y con un movimiento de cabeza, lo suficientemente
leve para no alertar a Clara, levantó la vista en el cielo. A pesar de la
contaminación lumínica, que desdibujaba alguna de las estrellas y las
difuminaba, fundiendo su brillar contra la negra oscuridad del cielo nocturno,
los titilantes puntos le hipnotizaron completamente.
Jota había mirado muchas veces al cielo, en una infinitud
de situaciones diferentes, a veces con el corazón henchido de orgullo, a veces
con los puños cerrados y atenazados por la rabia, a veces con el hastío y el
aburrimiento de un domingo por la tarde. Había mirado al cielo en alrededor de
una decena de países extranjeros, lo había observado, casi de pasada, yendo en
avión, lo había contemplado en su estático y hastiado movimiento a bordo de un
tren, o mientras montaba en bici en aquellos eternos veranos de su nostálgica
infancia. Y por más que lo había mirado, se daba cuenta Jota, nunca lo había
visto realmente.
Frente a él, oscuridad inmensa, como un negro lienzo
que el más hábil de los artistas escogió para plasmar, con pinceladas breves y
precisas, una verdadera obra maestra. Entre toda aquella negrura, puntos
luminosos, con un color que alternaba entre un blanco cegador y un amarillo
cálido. Esos puntos, esas estrellas, que habían estado allí durante millones de
años, algunas incluso que habían ya desaparecido para cuando Jota las vio
verdaderamente por primera vez, parecían comunicarse en un lenguaje extraño,
casi anárquico, con él. Su tintineante léxico no podía traducirse, no podía
siquiera comprenderse; la extravagante gramática de su danza en el cielo
nocturno, de su interminable baile, parecía en aquellos momentos fuera del
alcance de cualquier inteligencia mortal. Daba igual los libros de física que
tuviera en su estantería, Jota comprendió que jamás podría comprender aquella
dulce veleidad, aquel espectáculo que le había atrapado como a un niño de teta.
-¿Crees que aún estoy a tiempo de cambiar?
Aquella frase hizo tambalear los ignotos cimientos del
hechizo que tenía a Jota atrapado, que le forzaba casi de una forma física y
mecánica a maravillarse ante el estrellado cielo que frente a él se desplegaba
como un tapiz reservado a nobles, obispos y reyes. Pero el hechizo era más
poderoso, o Jota demasiado débil, y no pudo retirar la vista de aquellas
volubles señales que las estrellas le mandaban. Seguía con la vista fija en la
cúpula celestial, y se dio cuenta de que hacía cerca de dos minutos que no
había pestañeado por miedo a que al volver a abrir los ojos, aunque el instante
del pestañeo hubiese sido fugaz, aquellas estrellas hubiesen desaparecido, y
las hubiesen reemplazado sus gemelas moribundas, aquellas que hacían que Jota
no viese el cielo sino que lo mirase simplemente.
En aquella extraña tesitura, con su novia hecha casi
un ovillo en el banco, buscando desaparecer de la faz de la tierra, atrapada
entre una espada y una pared que la vida le había impuesto, porfiando y
rumiando acerca de la inutilidad de hacer cualquier cosa, flagelando su
sangrante consciencia con el látigo del fracaso y de la equivocación, Jota no
pudo evitar sentirse más grande que la propia vida. Con su mirada fija en aquella
inmensidad, sintió una respuesta, sintió como la bóveda celeste le devolvía una
mirada sonriente, como todo cobraba sentido. Se encontraba henchido, casi
eufórico. La noche, y con ella la inconmensurable infinitud de la vida misma,
le abrazaban como una madre que espera al hijo pródigo, como la patria que
despidió al ciudadano, y ahora anhela su llamada en la puerta y el oír el eco
de sus pasos resonando por el camino de vuelta al hogar. Sintió en sus entrañas
el poderoso seísmo de sentirse inmerso en una existencia que, él sabía, nunca
comprendería. Pero que aun así le había salido al paso con un jubiloso canto de
esperanza y alegría, y que le había brindado escrito en el firmamento la única
verdad que importa.
-¡Estoy harta, Jota! ¡Harta de nunca saber qué es lo
que tengo que hacer, harta de equivocarme!
Aquel exabrupto despertó a Jota, como un amante padre
levanta a su hijo a la hora del desayuno, del dulce sopor ensimismado en el que
se hallaba sumergido durante un tiempo que a él se le habían antojado eones.
Volviendo poco a poco en sí, recuperando a leves sorbos la consciencia que
había estado como fundida con el eterno continuo vital, trató Jota de
recomponerse, dominarse a sí mismo e intentar comprender la vida que a su
alrededor había seguido avanzando impasiblemente. Buscaba dentro de sí una
frase reconfortante, que pudiese calentar el alma calada de Clara, que la
abrigase en medio de aquel frío invierno que la acuchillaba el corazón con
agónicas dagas de incertidumbre, pero se dio cuenta de que no la podía
encontrar. Frente a todas las dudas de Clara, frente a todos sus miedos y
angustias, a las rutinarias agonías que perlaban una vida cualquiera, frente a
aquella virulenta atracción hacia la fatalidad, hacia lo absurdo e
ininteligible de la vida, Jota no pudo hacer casi nada. Simplemente la miró
hasta que ella le devolvió la mirada, y clavando sus ojos en sus pupilas, la
sonrió tiernamente, esperando que en aquella sonrisa ella pudiese encontrar
cómo se puede ver el cielo.
Pablo Moreno
La inmensidad, o del miedo a equivocarse
Cómo citar este artículo: MORENO, PABLO. (2023). La inmensidad, o del miedo a equivocarse. Numinis Revista de Filosofía, Época I, Año 2, (LIT04). ISSN ed. electrónica: 2952 4105. https://www.numinisrevista.com/2023/08/La-inmensidad-o-del-miedo-a-equivocarse.html




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Me encanta como en este relato se profundiza de una forma tan cruda y real en una situación de la que no muchos suelen hablar. Pablo Moreno tiene un claro talento con las palabras y las reflexiones. Gracias por un texto de esta calidad.
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