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El nombrar y la responsabilidad

Encabezados

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Sobre el acto de poner nombre a sapos y jazmines como un gesto de florecimiento multiespecies

    La columna de la semana pasada partía de las observaciones cotidianas del jazmín de mi patio y de algunas de las más recientes conclusiones de las ciencias de la vida sobre la inteligencia vegetal para después especular con la posibilidad de que esta o cualquier otra planta tuviera algo así como una subjetividad. Tras plantear lo mucho que hay de alguien (y no meramente de algo) en estos organismos quedaba aún una cuestión por responder. Dado que el acto de nombrar es una de las herramientas humanas predilectas para reconocer la subjetividad del otro, ¿tiene algún sentido, más allá del delirio animista, ponerles nombres a las plantas, en calidad de plausibles sujetos? Mi postura al respecto ha variado tras reflexionarlo y esta columna es el relato de ese cambio de opinión.

Ya venía aceptando desde hacía meses la condición de sujetos (o algo similar) de las plantas a raíz de mi toma de contacto con el amplio campo de la cognición vegetal. No obstante, cuando me planteé por primera vez la posibilidad de «bautizar» a las plantas e incluso a ciertos animales me pareció una idea excéntrica e innecesaria. Todo comenzó con la imprevista llegada de un sapo a uno de los estanques de mi jardín. Cuando nos percatamos en casa de su presencia empecé a contarles a mis amigos y amigas sobre el nuevo integrante de la fauna doméstica. Una de ellas me preguntó cómo lo llamaría y, después de reflexionarlo, le respondí que lo mejor sería no ponerle ningún nombre. A fin de cuentas, la función de este mecanismo no es otra que la respuesta. Hay animales como el humano, el perro o la graja pueden responder al ser llamados por su nombre, pero no cabe decir lo mismo de otros como el sapo. No porque sean inferiores a los animales «nominales», sino porque en su mundo las posibilidades y prioridades son otras. Así pues, bautizar a este sapo habría sido, pensaba yo, un pequeño acto de vanidad por mi parte, la imposición de un orden de relevancias ajeno a su vida anfibia. Esta reflexión la hice extensible a todos aquellos organismos incapaces en principio de responder a su nombre si lo tuvieran: muchos animales, hongos, bacterias, protistas y por supuesto plantas.

Ahora bien, este argumento se desmorona en cuanto vemos que no solo les ponemos nombre a nuestros hijos/as y mascotas, sino también a nuestros peluches y muñecas e incluso a otros objetos como guitarras o barcos. Si mi razonamiento anterior estuviese en lo cierto no tendría ningún sentido bautizar a estos artefactos, pues es claro que Jaime, mi muñeco predilecto de niño, o Lucille, la emblemática guitarra de B.B. King, nunca responderán a los reclamos de nadie. ¿Cuál es, entonces, la lógica de estos bautismos? A mi modo de ver, alejar a estos objetos de la indiferencia que nos produce el común de las cosas, vivas o inertes. Hay muchos muñecos en el mundo, pero solo uno fue mi más leal compañero, día y noche, durante casi diez años. Asimismo, son incontables las guitarras, pero el rey del blues se hizo famoso tocando una en particular. Él y yo establecimos con nuestros respectivos objetos una relación significativa. Estos no eran reemplazables sin más por otros similares y por lo tanto nos comprometimos, cada uno a su modo, a cuidarlos con una atención específica. Los nombres son la manera de rubricar y hacer explícitos este tipo de compromisos. No son (solo) un medio para obtener respuesta, sino una manera de desarrollar responsabilidad hacia aquel o aquello que nombramos.

    Solemos ver a la mayoría de seres vivos como intercambiables. Así lo analizábamos en la columna pasada; todos los jazmines son lo mismo: Trachelospermum jasminoides genéricos. Esto los hace a su vez fácilmente prescindibles, pues si son idénticos entre sí el valor de sus vidas concretas se reduce a casi nada. En su libro ¿Qué dirían los animales… si les hiciéramos las preguntas correctas? la filósofa Vincianne Despret (2018) afirma: «lo que nos ha llevado a exterminios no es el hecho de matar, es el hecho de haber vuelto matables a algunos seres» (p. 94). En consecuencia, frente al «no matarás», la filósofa nos insta a guiarnos por otro mandamiento: «no volverás matable». Para ello precisamos de nuevas maneras de honrar el vínculo que nos une a las especies con las que compartimos nuestra estancia en la Tierra. Las «especies de compañía» de las que nos habla Haraway (2016). Maneras que nos permitan interpretar sus vidas y sus muertes como tales y no como una sucesión de procesos de material fungible, para así dotarlas de significado. ¿Cuáles son esas maneras? Todavía tienen que inventarse, aclara Despret. Quizás el acto de nombrar pudiera ser una de ellas.

Esta autora analiza un artículo de la revista National Geographic en el que se plantea la posibilidad de que los chimpancés pasen por un duelo similar al humano tras la muerte de un congénere. Ante el revuelo que causó tal comparativa, Despret considera que el interrogante que realmente debe subyacer a esta cuestión del duelo chimpancé no es si estos primates realmente atraviesan un luto idéntico al humano. La pregunta debería ser otra: «¿a qué nos compromete el hecho de considerarla [la situación] como un duelo?» (Op. cit.: p. 184). Esto mismo es lo que debería estar en juego al debatir sobre la posibilidad de ponerles nombres a los sapos o los jazmines.

No se trata de que al nombrar a estos seres vivos estemos adecuándonos a un estado de cosas preexistente según la cual tuviese sentido ponerles nombre, sino de hacer como si sirviera de algo y ver qué consecuencias tiene en nuestro trato con ellos. El objetivo habría de ser generar un sentido para este acto, más que buscarlo. Para un animal humano como yo la consecuencia de este bautismo es que el vínculo que me une a estos seres se vuelve más radical y latente. Mediante esta acción, en principio banal, me resulta mucho más difícil tratarlos como a simples cosas y al mismo tiempo más fácil devenir junto a ellos y «reinventar las condiciones para un florecimiento multiespecies» (Haraway, 2018: p. 201) en un mundo donde «abunda el conocimiento de cómo matar» (ibid.: p. 187). Nombrar al jazmín de mi patio equivale a sembrarlo por segunda vez, ya no como ser vivo insignificante y prescindible, sino como ser irreemplazable junto a quien vivo.

    En definitiva, este acto tan poco útil, casi lunático en principio, permite facilitar la convivencia entre nuestra especie y las demás y sentar las bases para lo que Despret y Haraway denominan «antropozoogénesis», a lo que podríamos añadir «antropofitogénesis» o «biogénesis»: la creación de sentido común por parte de los habitantes de un ecosistema, independientemente de la especie a la que pertenezcan. Frente al «mundo muerto» en que Deborah Bird Rose (2006) cree que se han convertido nuestras sociedades, guiadas por el espejismo de actuar «como si los otros no importasen, como si no hubiera límites» (p. 73), poner nombre puede ser una de las múltiples maneras para generar un «mundo vivo» de límites y respeto al otro humano y no humano.

Pavlo Verde Ortega

El nombrar y la responsabilidad 

Bibliografía

- DESPRET, VINCIANNE. (2018). ¿Qué dirían los animales… si les hiciéramos las preguntas correctas? Cactus: Buenos Aires (Argentina)

- HARAWAY, DONNA. (2016). Manifiesto de las especies de compañía. Sans Soleil Ediciones: (España)

- HARAWAY, DONNA. (2018). Seguir con el problema. Consonni: Bilbao (España)

- ROSE, DEBORAH BIRD. (2006). What if the angel of history were a dog? Cultural studies review, 12(1), 67-78.


Cómo citar este artículo: VERDE ORTEGA, PAVLO. (2023). El nombrar y la responsabilidad. Numinis Revista de FilosofíaÉpoca I, Año 2, (CM34). ISSN ed. electrónica: 2952-4105.

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1 comentario:

  1. María Sancho de Pedro13 de julio de 2023, 13:50

    Solo diré que ahora más que nunca en la escena social, y sobretodo gracias a las personas trans, se demuestra el potencial político que tiene conceder, renunciar o cambiar de nombre

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