Explorando a nuestros civilizados congéneres
Dicen que una estudiante le preguntó una vez a la antropóloga y poetisa Margaret Mead cuál consideraba ella que era la primera señal de civilización en una cultura.
La
estudiante esperaba que la antropóloga le hablara de anzuelos, cuencos de
arcilla o piedras para afilar, pero su respuesta fue: “Un fémur
fracturado y sanado”.
Al ver la
cara de sorpresa de la alumna ante su respuesta, Mead le explicó que en la
naturaleza salvaje, cuando un animal sufre un accidente y se enferma, al
romperse una pata por ejemplo, muere sin remedio al no poder sobrevivir por sí
solo ya que, tales circunstancias, no puede huir del peligro ni ir al río a
beber agua ni cazar para alimentarse. De esta manera, se convierte en una presa
fácil para sus depredadores.
Ningún
animal sobrevive con una pata rota el tiempo suficiente para que el hueso sane.
Por eso, los
restos arqueológicos hallados de un fémur roto procedente de un homínido con
signos de haber sido curado por otro homínido es el primer signo claro de
civilización (Maslub, 2021).
He rescatado
este extracto de la página web de Economía Humana, pero versiones muy similares
de esta misma anécdota circulan por la red e incluso han sido utilizadas por
políticos en sus discursos (véase esta
intervención de Íñigo Errejón en el Congreso). Es sin duda una
reflexión hermosa y durante mucho tiempo no solo creí en lo que decía, sino que
me conmovía al narrarlo o recordarlo. No podemos saber con certeza si Margaret
Mead pronunció realmente estas palabras, pero como reza el refrán italiano: se
non è vero, è ben trovato (“Si no es cierto, (por lo menos) está bien traído”).
Sin embargo, desde hace un tiempo mi fe en las (supuestas) afirmaciones de esta
antropóloga feminista se ha ido resquebrajando. A ello ha contribuido una razón
muy simple: son falsas.
No
se me malinterprete. Me sigue pareciendo estimulante la idea del fémur
fracturado y sanado, que no es sino una sinécdoque de los cuidados, la empatía
y el apoyo mutuo, como signo primero de civilización. Mi problema no es tanto
con lo que (dicen que) dijo Mead, sino con lo que presupone: que el mundo
no-humano, desde los chimpancés a las bacterias, es un lugar hostil donde
impera la depredación, el egoísmo y la lucha por la vida y que la civilización
humana supone una suerte de empalizada que nos resguarda precariamente de ese
campo de batalla. Muy al contrario, más allá de las borrosas fronteras del Homo
sapiens podemos encontrar ejemplos de empatía, cuidados y altruismo
que en nada desmerecen a los de nuestra civilizada especie.
Los bonobos
comparten el 98% de su ADN con los humanos, por lo que son un destino
ineludible a la hora de buscar semejanzas con nosotros, en cualquier ámbito y
también en el que nos ocupa. El primatólogo Frans de Waal relata en su
libro El mono que llevamos dentro historias como la de la
bonobo Kuni. Según de Waal, esta primate cautiva en el Zoo de Twycross (Reino
Unido) se encontró con un estornino caído que, en su aturdimiento, no podía
volar. La reacción de Kuni fue sencilla: ni hacerle daño ni ignorarlo, sino
ayudarlo a alzar el vuelo de nuevo. Primero lo subió a un árbol y extendió sus
alas con las manos y luego lo lanzó hacia arriba. El ave no logró volar tras
estos intentos, pero poco después se marchó, por lo que es de suponer que
finalmente se recuperó. No menos llamativo es el caso de Kidogo, un bonobo con
una anomalía cardiaca que era ayudado y cuidado por todos los miembros de su
clan. Así lo refleja Frans de Waal (2005): «Si se sentía perdido, emitía
llamadas de angustia y enseguida acudían otros para calmarlo o hacerle de guía» (p.
176).
Otros
animales también son capaces de muestras significativas de cuidados. Los
delfines nariz de botella (Tursiops truncatus) se encargan de criar a
los pequeños cuyas madres han muerto (Mann y Smuts) y, más sorprendente aún,
hacen lo mismo con los huérfanos de otras especies de delfines (el cabeza de
melón o Peponocephala electra, en concreto), como señala Pamela
Carzon y su equipo (2019). De nuevo en tierra, podemos comprobar que los
gorilas de las montañas no les van a la zaga a estos cetáceos, como demuestra
el hecho de que sus comunidades se organizan para hacerse cargo de los huérfanos:
Cuando los gorilas de montaña
inmaduros han sufrido pérdida materna, encontramos que sus relaciones sociales
con otros miembros del grupo estimadas a través de la proximidad aumentaron en
fuerza (grado ponderado), y su integración social dentro del grupo (centralidad
del vector propio) aumentó considerablemente (Morrison et al., 2021: p.
56).
Hasta ahora
hemos hablado de primates no humanos y cetáceos, animales muy próximos a
nosotros y famosos por sus altas capacidades cognitivas, por lo que podría
parecer que los elementos civilizatorios que Mead señala, aunque no son
exclusivos del ser humano, siguen perteneciendo a un grupo selecto de especies
con características similares. Nada más lejos de la realidad. De hecho, el
ejemplo de cuidados que más se asemeja a la evocación meadiana del fémur roto y
sanado no lo encontramos en bonobos, delfines o gorilas, sino en hormigas. Y es
que un estudio dirigido por el mirmecólogo Erik T. Frank (2018) con la
especie Megaponera analis ha hallado signos claros de
tratamiento de heridas y atención selectiva a individuos maltrechos. Dicha
investigación revela que tras una incursión a un nido de termitas aquellas
hormigas que han resultado heridas reciben el cuidado de sus congéneres, merced
a lo cual la probabilidad de no sobrevivir pasa del 80% al 10%. Al mismo
tiempo, las hormigas priorizan a quién deben atender en función de la gravedad
de sus daños, con lo cual se trata de una ayuda selectiva similar a la que los
humanos aplicamos en medicina.
Uno incluso
se ve tentado de incluir en el club de los civilizados a organismos fuera del
reino animal. ¿Qué son las redes micorrícicas sino grandes cadenas de apoyo
mutuo entre diferentes especies de plantas y hongos? Lo más sorprendente es que
en estas cadenas hay también casos de lo que podríamos considerar atención a
individuos en desventaja. Así sucede con las llamadas plantas micoheterótrofas
como la Monotropa uniflora. Se trata de un vegetal sin la capacidad
de hacer la fotosíntesis que depende para su nutrición de la simbiosis con
hongos e indirectamente de las plantas fotosintéticas «normales».
Estos le suministran los nutrientes minerales que extraen del suelo y además
hacen de conector entre la Monotropa y otras plantas cercanas, que le aportan
el carbono imprescindible para su supervivencia. El micólogo Merlin Sheldrake
analiza este singular fenómeno en su libro La red oculta de la vida (pp.
147-170) y afirma al respecto: «si la Monotropa no
recibiera el carbono que le da una planta verde a través de conexiones fúngicas
compartidas, no podría sobrevivir» (Sheldrake, 2020: p. 147). Quizá resulte un
abuso de los términos considerar este caso como una muestra de cuidados cuando
en realidad se trata de un mero ejemplo de parasitismo. Pero ¿no les resultaría
más fácil a los hongos y al resto de plantas dejar morir a la Monotropa?
¿Por qué, sin embargo, renuncian a los nutrientes que podrían emplear para su
propia supervivencia y prefieren compartirlos con un organismo que no les dará
nada a cambio? Son preguntas complejas y la biología aún no tiene una respuesta
clara, pero resulta evidente que si algo no hay aquí es naturaleza cruel.
Tras estos
largos rodeos por los mundos más que humanos me aventuro a concluir que el
cuidado, la ayuda, la atención… tal y como nuestra especie los ha desarrollado
no son un rasgo distintivo del animal humano frente a las demás criaturas. Más
bien suponen una forma entre otras de un fenómeno omnipresente en la naturaleza.
Concuerdo con Mead en la importancia social y civilizatoria de los cuidados,
pero dado lo extendido que está en el árbol de la vida tenemos dos opciones: o
deshacernos de ese gran palabro o extenderlo por doquier. Yo personalmente me
decanto por esta segunda opción. Si alguna vez me fracturase un fémur
preferiría estar entre gorilas y hongos que entre inversores de Wall Street.
Bibliografía
-
CARZON, PAMELA; DELFOUR, FABIENNE; DUDZINSKI,
KATHLEEN; OREMUS, MARC y CLUA, ÉRIC. (2019). Cross-genus adoptations in
delphinids: one example eith taxonomic discussion. Ethology,
125(9), 669-676.
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DE WAAL, FRANS. (2005). El mono que
llevamos dentro. Tusquets: Barcelona (España).
-
FRANK, ERIK T.; WEHRNAHN, MARTEN y LINSENMAIR,
EDUARD. (2018). Wound treatment and selective help in termite-hunting
ant. Proceedings of the Royal Society, 285(1872), 1-8.
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MANN, JANET y SMUTS, BARBARA. (1998). Natal
attraction: allomaternal care and mother-infant separations in wild bottlenose
dolphins. Animal Behavior, 55(5), 1097-1113.
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MASLUB, AMIRA. (72 de octubre de 2021). El cuidado,
primer signo de civilización. Economía Humana: https://economiahumana.org/el-cuidado-primer-signo-de-civilizacion-margared-mead/
-
MORRISON, ROBIN; ECKARDT, WINNIE; COLCHERO,
FERNANDO; VECELLIO, VERONICA y STOINSKI, TARA. (2021). Social groups buffer
maternal loss in mountain gorillas. eLife.
-
SHELDRAKE, MERLIN. (2020). La red oculta de
la vida. Planeta: Barcelona (España).
Cómo citar este artículo: VERDE ORTEGA, PAVLO. (2023). La biosfera de los cuidados. Numinis Revista de Filosofía, Época I, Año 2, (CM31). ISSN ed. electrónica: 2952-4105. https://www.numinisrevista.com/2023/06/la-biosfera-de-los-cuidados.html
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