Al
borde de la catástrofe o exiliados de la paz
«El mundo es una Hiroshima sobre la cual aún no
ha caído la bomba» en Petra Kelly (1992).
En el año 2020 Internet se vio sumido en una oleada de memes acerca de cómo la hecatombe nos perseguía sin descanso. Cuando la pandemia se extinguió silenciosamente, otras tragedias vinieron a sustituirla; día a día, los medios de comunicación nos inundan de manera alarmista sobre nuevos sucesos terribles. Sin embargo, es habitual leer críticas hacia esta manera de actuación propia del terreno periodístico, en tanto que colabora con la denostada tendencia del clickbait, en la que se prefiere un título atractivo y polémico a una noticia con auténtico potencial informativo. En la época de la digitalización, de la posverdad y del TikTok como metáfora de lo que dura nuestra atención, semejante destino parecía inevitable.
Yo no concuerdo con que esta sensación de angustia
haya estado en alza solamente desde la aparición del COVID. Antes del
endemoniado virus, ya surtieron un efecto similar los conflictos en Oriente
Medio, la punzante crisis del 2008 y otros acontecimientos de la misma
tajada. En línea con Petra Kelly (1992), creo que la Guerra Fría está
estrechamente relacionada con el aumento de nuestra angustia: saber que dos
países con el nivel de gestión emocional de un adolescente con complejo de
inferioridad pueden destruir la tierra más de una vez no es algo que deje a una
precisamente tranquila.
¿Y si la cuestión fuera todavía más profunda? Es desde este
enfoque que Zambrano (2022) nos acusa de ser heterodoxos cósmicos (p.
39), seres sin arraigo ontológico que se ven acosados por la soledad gestada
por ellos mismos. En mi opinión, este desarraigo tiene un fuerte
entrelazamiento con las condiciones materiales que nos producen. En este
sentido, la globalización y la digitalización son fenómenos que han influido de
sobremanera en generar un cierto desarraigo de lugar, un exilio, puesto
que efectuar una extensión de lo nuestro topos habitual hasta
parajes insospechados (casi infinitos) ubicados en el mundo online,
acarrea como consecuencia generalizada un sentirse apátrida (p.28). Ante esta
sensación de pérdida de la patria, es normal que surjan movimientos
reaccionarios, normalmente con sede en partidos de ultraderecha, que apuestan
por reforzar el espíritu nacional y nacionalista. Temen la
volatilización de lo propio, puesto que el exiliado, al quedarse sin topos, no
solo pierde su raíz histórica y su capacidad de relación con el otro, sino
también su propia identidad.
El exilio que sufrimos de manera extendida es todavía más
complicado, si cabe. Es un exilio que le da la mano a ese sentirse al borde de
la muerte: «[el] exiliado es, ante todo, un superviviente, alguien que estaba
destinado a morir, pero que fue rechazado por la muerte» (p. 28). El exiliado
se revela como una historia olvidada, esa que contiene su destino evitado. La
muerte a la que nos destinaron, esa condena, comenzó el siglo pasado, si es que
no antes. Tras el anonadamiento y el trauma que supusieron las guerras
mundiales, después del tedio del imperialismo y del fascismo, a veces me
pregunto cómo es posible que el proyecto ilustrado-moderno todavía no haya sido
desmantelado. Aquí seguimos inmersos en la Modernidad posmoderna, una época que
parece la última pero que nunca finaliza. Su materialización capitalista
todavía retuerce más el asunto, ya que ha hecho suyo el objetivo de destruirnos
a todos antes que aceptar su incompatibilidad con el mundo físico. Ante la
amenaza del cambio climático, del fin de nuestra especie y de la vida, el
sistema permanece y continua impasible, exiliándonos cada día en tanto que
destruye nuestro topos, nuestros cuerpos y toda posibilidad de paz
verdadera.
A Petra Kelly (1992) en la época de los 80 le preocupaba la
colonización nuclear que estaba sufriendo el globo. Como una de las madres del
ecofeminismo, uno de sus propósitos siempre fue abogar por la paz, interior y
exterior: es esta paz dual de la que nos han exiliado. En cambio, se persigue
la guerra: interior (aquella que libramos para acogernos al mandato de la
felicidad y de la hiperproductividad) y exterior (aquella que se libra en
contra de regiones vulnerables pero también la que se acomete en contra de la
naturaleza). ¿Qué opción le queda al exiliado? Ninguna más que dejarse llevar
por su ansiedad, convirtiéndola en motivación política. Antes de caer en la
trampa del nacionalismo o de la ultraderecha, debemos convertir en nuestra
misión la lucha por recuperar espacios seguros, en los que reine la ternura
para con nosotros, para con el otro, y para con el entorno. Este acaparamiento
de espacios debe ir a la par de un intento consciente de subvertir nuestra
atención: en la medida en la que esta se capitaliza y es bombardeada
mediáticamente, la ansiedad se torna en angustia que se encarna en conformismo,
en desesperanza y en inacción política. Ya que estamos sentados,
impacientes y alarmados, al borde de nuestro asiento existencial, aprovechemos
para levantarnos y actuar. Con el exilio como motor, convirtamos la paz en nuestro
fin (y en nuestros medios) para librarnos de la catástrofe que nos
acecha.
María
Sancho de Pedro
Al borde de la catástrofe o exiliados de la paz
Bibliografía
-
KELLY, P. (1992). Pensar
con el corazón. Textos para una política sincera. Círculo de
lectores.
-
ZAMBRANO, M. (2011). Caminos
del bosque. Cátedra, pp. 28-39.
Cómo citar este artículo: SANCHO DE PEDRO, MARÍA.
(2023). Al borde de la catástrofe o exiliados de la paz. Numinis
Revista de Filosofía, Época I, Año 2, (CL31). ISSN ed. electrónica: ISSN ed.
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Gran artículo. Hay que transformar la heterodoxia cósmica en una contraheterodoxia que no se conforme ni con el desarraigo globalizador ni con el nacionalismo etrecho de miras
ResponderEliminarBuenísima, me ha encantado 🥰
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