Dime qué escuchas y te diré quién eres
Cuando hoy en día nos preguntan qué música nos gusta, podemos distinguir rápidamente los géneros que más nos atraen, escoger dos o tres canciones que nos han marcado o nombrar algún ídolo con el que nos sentimos identificados. Hay quien da más prioridad a la música en su vida y quien la prefiere como telón de fondo. Pero siempre tenemos ciertas referencias que sentimos más cercanas, más familiares, como si, por alguna extraña razón, casaran mejor con nuestra personalidad. Entonces surge la duda. ¿Qué relación tiene la música con la identidad de los individuos? ¿Es nuestra personalidad la que determina nuestros gustos musicales o somos nosotros los que nos definimos a través de ellos? ¿Acaso la música es capaz de crear identidades colectivas, perfiles sociales, patrones de conducta?
Durante el último siglo han surgido una gran cantidad de géneros distintos
que han ido acaparando la atención del público hasta formar grandes movimientos
de masas con una idiosincrasia particular. En ellos se dan muchos elementos ajenos
al hecho musical que, sin embargo, rodean (y completan) su estética. Cada
género tiene sus propios códigos de vestimenta, su jerga, sus formas de
socialización, sus posturas ante la vida. No es necesario que los aceptemos
todos, pero a menudo influyen en cómo nos expresamos. Mediante la música
creamos identidades tanto individuales como colectivas, nos apropiamos de las
canciones, de los ídolos, incorporando su imagen a nuestra personalidad y
sintiéndonos parte de un proceso mayor.
Esta capacidad de apropiación se debe, entre otras cosas, al auge de
la industria musical y los grandes medios de comunicación, que han convertido
la música en mercancía y han permitido su masificación. Como objeto de consumo,
la música ha trascendido al ámbito privado, en contraposición a épocas
anteriores, donde siempre conllevaba una representación y, por tanto, un evento
social que necesitaba al menos dos personas (intérprete y oyente). Ahora
podemos encender nuestros auriculares, esos prodigios de la individualidad, y escuchar
lo que queramos; o rodearnos de fotografías de nuestros músicos favoritos y
vestir camisetas con las carátulas de sus discos. Esto no quiere decir que la
música haya perdido el carácter público. Los conciertos, los festivales,
incluso los eventos promocionales se abarrotan de gente, y es precisamente ahí
donde más se expresa la estética de cada género.
Autores como Simon Frith han estudiado las distintas funciones que cumple
la música en la sociedad. Especialmente la música popular, ya que en ella se
establecen vínculos más estrechos con el público, los fans. Además de la
identificación con ciertos grupos sociales (y la no-identificación con tantos
otros), Frith explica que la música sirve para elaborar una memoria colectiva[1]. Muchos de nuestros gustos están marcados
por la generación a la que pertenecemos, porque durante la juventud se deciden
gran parte de nuestras preferencias y el contexto, obviamente, influye en lo
que aceptamos por válido. Así, la música adquiere una dimensión temporal que va
ligada a la historia de nuestra vida. Esta es una de las formas en las que,
según Frith, la música popular sobrepasa el ámbito de lo cotidiano y adquiere
mayor complejidad que la simple cuestión de gustos. De hecho, para él, el valor
de la música se encuentra en ese talento para configurar narrativas, discursos,
modelos identitarios.
Aunque tampoco hay que caer en simplificaciones. Que a alguien le guste el
heavy-metal no significa que deba ir vestido con ropa oscura, llevar el pelo
largo o ser violento. Curiosamente, un estudio de la Universidad de Heirot-Watt en
el que se encuesta a cerca de 37.000 personas revela que la gente aficionada al
heavy-metal es, por lo general, gente pacífica, con un perfil similar a los
oyentes de música clásica[2]. En muchos casos, las correlaciones entre
la personalidad de los encuestados y sus gustos musicales no casan con lo que
se cabría esperar. Aunque el hecho de cumplir otras regularidades, pese a no
ser las imaginadas, también sugiere la existencia de espíritus colectivos que
impliquen ciertos valores y rasgos compartidos. En cualquier caso, esto muestra
la dificultad de establecer relaciones a la ligera.
Pero tampoco impide que podamos estudiar los géneros musicales desde el modo en que estos construyen identidades. Al fin y al cabo, la música es un recurso más con el que edificamos nuestra personalidad. Tanto creadores como consumidores intervenimos en esta red de relaciones, que reproduce estilos y perspectivas de vida. Aceptamos unos códigos sociales y rechazamos otros, nos vemos envueltos en grupos que nos resultan familiares y buscamos el reconocimiento de quienes consideramos próximos. Esto no implica que no haya espacio para la libertad. Las distintas formas que adquiere la cultura nos sirven, precisamente, como medios para expresar diversas facetas de nuestra individualidad.
Los grupos a que pertenece el individuo forman como un sistema de coordenadas, de tal manera que cada nuevo grupo determina al individuo de un modo más exacto e inequívoco. La pertenencia a cada uno de ellos deja todavía abierto, para la individualidad, un vasto campo. Pero cuanto mayor sea su número, menos probable será que haya otras personas en quienes se dé la misma combinación de grupos y que estos círculos numerosos vuelvan a cruzarse en un punto (Georg Simmel) [3].
Héctor Montón Julve
Dime qué escuchas y te diré quién eres
[1] S. FRITH. (1987). «Hacia una estética de la música popular» en Las culturas musicales. Lecturas de etnomusicología, Ed. De Francisco cruces y otros. Trotta (2001), pp. 413-436.
[2] NORTH, A.C. & HARGREAVES, D.J., (2005).
[3] G. SIMMEL. (1986). Sociología, 2. Estudios sobre las formas de socialización. Alianza, p. 436.
Cómo citar este artículo: MONTÓN JULVE, HÉCTOR. (2023). Dime qué escuchas y te diré quién eres. Numinis Revista de Filosofía, Año 1, (CM1).
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