Reflexiones en torno a «la banalidad del mal»
Eichmann in Jerusalem. A Report on the Banality of Evil
By Hannah
Arendt (1963)
Oh Alemania... uno se ríe escuchando las
conversaciones que salen de tu casa, pero el que te ve echa mano del cuchillo.
Bertolt Brecht (1933)
Introducción
Eichmann en Jerusalén, subtitulado Un estudio sobre la banalidad del mal, fue publicado por primera vez como libro en 1963 por la editorial Viking Press de Nueva York.[1] No obstante, en la contraportada se especifica (traduzco) que «los contenidos de este libro, ligeramente abreviados y, en todo caso, con una leve diferencia de forma, aparecieron originalmente como una serie de artículos en The New Yorker». En efecto, Hannah Arendt había sido corresponsal en Jerusalén para esta revista neoyorquina y, entre febrero y marzo de 1963, se publicaron en cinco entregas los artículos que informaban al público americano acerca del famoso proceso contra Adolf Eichmann. Corría el año 1960 cuando los servicios secretos israelíes, que habían recibido información confidencial del fiscal general de la RFA, Fritz Bauer, pudieron localizar cerca de Buenos Aires y, posteriormente, raptar al criminal de guerra nazi. Pasarían dos años hasta que se ejecutase la sentencia de muerte dictada por la corte suprema de justicia israelí (mayo de 1962), y es curioso que Hannah Arendt empezara a componer un informe exhaustivo del cúmulo de materiales dispersos después de esta ejecución, durante el verano de 1962, según ella misma nos comunica en los «reconocimientos» del final.[2] Lo terminaría en el invierno de 1962 y lo publicaría como libro un año después en los Estados Unidos de América y en Inglaterra (Londres: Faber and Faber 1963), quizás queriéndose acercar también al viejo continente que despertaba a los «felices años 60» después de la larga noche de la posguerra.
No puedo menos
que quedarme admirado con la señora Hannah Arendt. Eran tiempos de
clarividencia, tiempos de entusiasmo y amistad que son reflejados en su
perfecta argumentación y en la claridad meridiana de su lenguaje. Sin tapujos,
me alegra haber leído la primera edición en inglés antes que la traducción al
alemán con ese largo prólogo del historiador Hans Mommsen[3] —alemán de origen judío,
como la misma Arendt— llena de complicadas frases con las que trata de desmontar
la luminosa arquitectura de la filósofa. Sí, Arendt opone a menudo la metáfora
de la luz frente a la oscuridad, al igual que su maestro y mentor Karl Jaspers,
al que admiraba y respetaba. No puedo juzgar si era cosa del «espíritu de los
tiempos» [Zeitgeist] a principios de los sesenta o si se trataba de una
generación que había sufrido tanto, viviendo en contradicciones, que se veía
obligada existencialmente a la búsqueda apasionada de la verdad.
No hay que
olvidar que entonces, a comienzos de los años sesenta, alcanzaba su punto
culminante la guerra fría con los dos bloques enfrentados ideológicamente, y
que por esa misma época en que transcurría el juicio contra Adolf Eichmann se
había decidido levantar el Muro de Berlín.[4] Un día después de que se cerraran
todos los accesos a Berlín Oeste[5]
finalizó el proceso, y los jueces en Jerusalén se retiraron durante cuatro
meses a deliberar y analizar el ingente material aportado, para emitir
finalmente primero un veredicto de culpabilidad y luego una sentencia de
muerte. La sentencia no se ejecutaría hasta mayo de 1962, después de sucesivas
apelaciones y solicitudes de clemencia. Eichmann fue colgado como también lo
fueron otros tantos criminales de guerra nazis tras los juicios de Núremberg.
El contenido
En el índice[6] se
contempla la perfecta estructura del libro en líneas temáticas que, aunque
relacionadas, persiguen una pauta explicativa y didáctica. Hay primero un
capítulo dedicado a la Casa de Justicia de Jerusalén [Beth Hamishpath][7]
que, aparte de la mera descripción del escenario donde se celebraría el juicio,
no se priva de una crítica irónica a un proceso «arreglado» desde un principio
como un gran espectáculo ante el mundo. Sigue con una descripción biográfica y
psicológica del acusado (Adolf Eichmann)[8] para, en el siguiente
capítulo, entrar más en detalle sobre los cargos que desempeñó dentro de la
maquinaria de exterminio nacionalsocialista: era un «experto» en la cuestión
judía.[9]
Pero Arendt huye del camino fácil y de las generalizaciones, así que,
apoyándose en abundante documentación a la que también se refiere en las
«fuentes» del final, detalla histórica y sistemáticamente las fases por las que
pasó la burocracia nazi hasta llegar a la llamada «solución final»: expulsión[10],
concentración[11]
y, por último, asesinato en masa de los judíos.[12] Un capítulo está por
supuesto dedicado a la Conferencia de Wannsee[13], que se celebró a orillas
del río Havel (Berlín) en enero de 1942. Fue quizás el punto culminante en la
adopción de la Solución Final ansiada por Hitler, pero la referencia a esta
conferencia es sobre todo para dilucidar el papel puramente protocolario que
desempeñó en ella Adolf Eichmann. Hannah Arendt vuelve una y otra vez sobre la
personalidad de este burócrata nazi para revelarnos que apenas se le
consideraba a la hora de tomar decisiones, pero sí para poner en marcha los
resortes administrativos que las llevaran a efecto. Era en ese sentido y en
otro, un funcionario eficiente y ambicioso que colaboraba con entusiasmo para
ejecutar los planes de sus jefes. Era también «el experto» en cuestiones
judías, no lo olvidemos.
Arendt,
después de dejar a Eichmann «lavándose las manos» como Poncio Pilatos —y es
curiosa la alusión al Nuevo Testamento que aparecerá más de una vez en el
libro; no olvidemos que la filósofa pertenecía a la corriente del judaísmo
secular—, nos habla en el siguiente capítulo de los «Deberes de un ciudadano
celoso de la ley».[14]
Hannah Arendt comienza este capítulo con un acerado comentario al «ultrajante»
atrevimiento de Eichmann, que pretende invocar al filósofo Kant como
justificante de sus actos. Conviene aclarar aquí lo que la misma Hannah Arendt
hace en este capítulo, es decir, que la máxima kantiana expuesta en la Crítica
de la Razón Práctica de «actúa de tal manera que el principio que guía tus
acciones pudiera convertirse en ley universal», la distorsiona Eichmann para
identificar «el principio que guía sus acciones» con la ley emitida por los
legisladores, en este caso del Tercer Reich. Arendt precisa que la idea del
«imperativo categórico» kantiano es justamente lo contrario, «que cada hombre
debería ser un legislador en el momento que empieza a actuar: que utilizando su
'razón práctica' uno mismo encuentra los principios que podrían o deberían ser
los mismos que rigen la ley». En la entrevista con Joachim Fest de 1964[15],
Arendt vuelve sobre este motivo en la conducta de Eichmann y llega a decir que
«Según Kant, ningún hombre tiene el
derecho de obedecer»[16],
lo que ha sido repetidamente malinterpretado y difundido bajo el conocido
eslogan «Nadie tiene derecho a obedecer», pero lo que en realidad quiere decir
es que nadie puede justificarse obedeciendo por encima de otras
consideraciones. Otra precisión esclarecedora al respecto concierne al carácter
de los alemanes o, en este caso, algo que es típicamente alemán. Según la
filósofa —ella misma nacida y educada en Alemania—, en este país una persona
«respetuosa de la ley» no solamente la obedece, sino que, en su celo, actúa
como si fuera el legislador de las leyes que obedece...[17] Con lo cual tenemos una
confusión evidente del principio kantiano que se da en el común de la población
y que, en este caso, se arroga la figura oportunista, pero de pocas luces, de
Adolf Eichmann.
La labor de
Arendt es ciertamente exhaustiva y sin concesiones, porque en los siguientes
capítulos se lanza a describir las deportaciones en las diferentes áreas del
Reich conquistado por los alemanes: empieza por la misma Alemania, Austria y el
Protectorado de Bohemia y Moravia[18],
sigue con las deportaciones en Europa occidental (Francia, Bélgica, Holanda,
Dinamarca e Italia)[19],
continúa por los Balcanes (Yugoslavia, Bulgaria, Grecia y Rumanía)[20]
y, por último, las deportaciones desde «Europa central» (Hungría y Eslovaquia).[21]
Arendt especifica siempre que había categorías entre los judíos deportados[22] y
que, en general, cuanto más «hacia el este» y menos peso en la categoría social
(o económica) tuvieran estos, peor se los trataba, a lo que no fue ajeno el Judenrat[23] que negoció con los nazis
el mejor trato a ciertos ciudadanos judíos de prestigio o dinero.[24]
El capítulo 13 —«Los
centros de muerte en el este»[25]—
es quizás el más crudo de todos por la sobria descripción que hace Hannah
Arendt, basándose en la documentación a su alcance, para tratar de dilucidar la
parte real de responsabilidad que le cupiera a Eichmann de estos asesinatos en
masa.
Los motivos
Los motivos
que aduce Hannah Arendt para la conducta de Adolf Eichmann es que era un
ambicioso don nadie que se había visto aupado a los círculos de poder. No
inclinado a la crueldad ni a la perversión. Las razones que le llevaron a
enrolarse con el movimiento nacionalsocialista en Alemania y a colaborar con el
mismo hasta la celosa ejecución de la Solución Final fueron una gran admiración
por la «alta sociedad» de su tiempo.[26] Esta alta sociedad estaba
compuesta por clases que habían heredado el prestigio social o económico, pero
que podía integrar también —como de hecho
integraba en su tiempo— a advenedizos de todas las clases sociales, en especial
de la clase media a la que pertenecía Hitler y su círculo. Eichmann manifiesta
una admiración no disimulada por aquellos que han sabido auparse en la escala
social sin importarles los medios, aquellos que saben trabajar tenazmente «en pos
de sus designios» y aquellos que no tienen prejuicios morales —pero sí alardean
de «objetividad» y cientifismo— a la hora de luchar por sus fines. En
definitiva, el que ha conseguido llegar a lo más alto (como Hitler) es
admirable por eso mismo, al margen de los sufrimientos que haya causado a sus
semejantes. He ahí la doctrina de Eichmann, que fue en el fondo una corriente
de pensamiento generalizada en el partido nazi, ansioso de emparentarse
socialmente con las instancias tradicionales del poder. Efectivamente, el pacto
con la élite prusiana del antiguo régimen se realizó sin fricciones (Día de
Potsdam) y, como bien critica Hannah Arendt, el hecho que esa misma élite
confabulase para acabar con la vida de Hitler no indica más que la intención de
abandonar el barco que se hunde.
La misma obra
de Adolf Hitler, Mein Kampf, revela
en su título toda una programática de acción individualista que es sintomática
de unos tiempos brutalmente competitivos, sin paliativos y sin piedad. Si
explicación hubiera, habría que buscarla en la dureza de unas condiciones de
vida que se habían visto agravadas por las sucesivas crisis económicas que
azotaron el periodo de entreguerras. Gente de inteligencia y valor habían sido
sistemáticamente despreciadas por la élite social y económica de la República
de Weimar, por lo que no es extraño que los nazis descubrieran el «enemigo
oculto» entre los judíos. Necesitaban un chivo expiatorio para sus fines, pero
no podían inventarlo de la nada: por lo tanto, tenía que haber algo de verdad.
No obstante, eso no es excusa para los excesos a los que llegaron en su
obsesión de «limpiar» la sociedad de elementos «dañinos», porque ¿hasta dónde
tiene que llegar la «limpieza»? En el fondo, la «suciedad» no está en ninguna
raza, etnia, color, religión o sexo; la sombra subyace en cada corazón humano,
nos guste o no. En otras palabras, no existe ninguna «pureza» absoluta por la
que luchar. Ahí es donde se equivocó Hitler radicalmente, y ahí es donde le
siguieron individuos en gran parte oportunistas que querían auparse en la
escala social, al igual que Adolf Eichmann. Naturalmente, como dice Hannah
Arendt, Eichmann «no tenía que cerrar sus oídos a la voz de la conciencia», no
porque no la tuviera, sino porque esa conciencia le hablaba con la voz de «la
sociedad respetable» a su alrededor.[27] Lo cierto es que, al margen
de la «respetable sociedad» de aquel tiempo que es, como la actual, a la que
cualquier ambicioso aspira pertenecer, existía lo que Arendt llama un
«ambiente» del que uno no se podía desentender a riesgo de quedar aislado
socialmente. Ese «ambiente» es el caldo de cultivo de todos los autoritarismos
—sean de izquierdas o de derechas— y sólo los más atrevidos, los más audaces,
los más nobles y, sí, los más inteligentes son capaces de oponerse con
coherencia a la corriente general. Para eso hay que estar imbuido de un cierto
desprecio en la consecución de las ambiciones corrientes.
La actitud
«Dureza sin contemplaciones», dice Hannah Arendt, era
una cualidad altamente apreciada por los dirigentes del Tercer Reich.
Curiosamente, ese «no
ser bueno» fue visto
en la Alemania de la posguerra —y en el resto del mundo, muy especialmente en
los recios Estados Unidos de América, condescendientes con los alemanes y
típicos representantes del struggle for
life que implica un cierto darwinismo social bastante despiadado— como algo
deplorable de acuerdo con las reglas más elementales de la caridad cristiana,
pero ciertamente inevitable dada la naturaleza humana...[28] Sin embargo, hay una
curiosa reflexión de Hannah Arendt cuando nos habla de las deportaciones desde
Europa occidental, y concretamente desde Dinamarca. En este país, los nazis se
encontraron con una abierta resistencia a la deportación de judíos por parte de
las autoridades (el rey de Dinamarca) y de la misma población. Los resultados
parecen haber sido que los oficiales alemanes de las fuerzas de ocupación «que se encontraron con
oposición basada en principios»
cambiaron su forma de actuar y sabotearon, aunque fuera subrepticiamente, las
órdenes que recibían de Berlín. Así que esa dureza sin contemplaciones, dice
Hannah Arendt, «se
derritió como mantequilla bajo el sol».[29]
Es el único caso que se dio en Europa de coraje civil generalizado frente a la
brutalidad nazi, pero mis propias reflexiones giran en torno a qué pudieron
sentir los alemanes en un país altamente civilizado y ciertamente similar a
Alemania en cuanto a costumbres y etnia, lo que les impulsó quizás a un trato de
favor.
En cambio, en Italia, donde regía el fascista Mussolini, no se atrevieron a oponerse abiertamente a las instrucciones que recibían desde Berlín para la deportación de judíos, pero sí a boicotearlas sibilinamente, porque Italia, igual que la España de Franco, nunca acabó de aceptar del todo esa saña asesina contra toda una etnia. Coincidiendo con los nacionalsocialistas en muchos aspectos, no pasaban sin embargo por su política racial y antirreligiosa. Arendt llega a decir que «los nazis sabían bien que tenían más en común con la versión estalinista del comunismo que con el fascismo italiano...».[30]
Los testimonios
En el capítulo
«Evidencia y
Testimonios»[31],
Arendt comienza por narrar irónicamente la presentación de «testigos» por parte de la Casa de
Justicia en Jerusalén, más interesada en los aspectos sensacionalistas y
propagandísticos que en el esclarecimiento de la verdad. Tal vez porque Hannah
Arendt busca en su descripción el aspecto humano y auténtico de las vivencias,
resalta aquí la aparición de testigos o testimonios que «escaparon a la irrelevancia general». Uno de ellos fue el
viejo Zindel Grynszpan, padre de Herschel Grynszpan. Este último fue el autor
del asesinato que, en 1938, acabó con la vida del joven diplomático alemán
Ernst von Rath en la embajada de París. Arendt precisa inteligentemente que el
asesino era un psicópata que posiblemente fuera utilizado por los servicios
secretos nazis para matar dos o tres pájaros de un tiro —ya que von Rath
simpatizaba con los judíos y había manifestado opiniones contrarias al régimen
nacionalsocialista en Alemania— y poder al mismo tiempo tener un «mártir» que justificara ante el
extranjero su política de represión contra los judíos.[32] En efecto, en noviembre de
ese mismo año se desencadenó la Noche de los Cristales Rotos y posteriores
pogromos en Alemania. Lo mismo había ocurrido años antes, con éxito, en el
incendio del Reichstag el 27 de febrero de 1933, al acusar a un comunista
holandés (algo «retrasado») de ser el incendiario,
cuando fueron probablemente las mismas SS las que provocaron el fuego. Nada de
eso se ha podido probar, naturalmente, porque los nazis —al fin y al cabo,
alemanes— eran bastante eficientes en la ocultación de pruebas. De todas
maneras, la moraleja está tanto en el cinismo de los que detentan el poder como
en el honrado testimonio de personas íntegras. Uno de ellos fue la sencilla
relación del viejo Zindel Grynszpan. La otra fue la referencia a un sargento
del ejército alemán que ayudó a la resistencia judía, finalmente descubierto y
ejecutado.[33]
Por eso resulta tan curiosa la alusión al libro de Peter Baum, die Unsichtbare Flagge, en el que, con
muy buenos argumentos, este autor alemán trata de justificar la incapacidad de
actuar del «soldado
normal» frente a los
excesos criminales de las SS en el frente de Rusia. Dice más o menos que el «sacrificio moral» hubiera sido en vano,
porque los regímenes totalitarios —en este caso el régimen nazi— son
expertos en hacer desaparecer a los «héroes»
silenciosamente y, por lo tanto, su sacrificio no hubiera tenido «consecuencias prácticas».[34] Arendt sale al paso de
estos razonamientos diciendo, más o menos, que es imposible borrar todas las
fronteras entre lo bueno y lo malo, hacer desaparecer todas las huellas de
forma que las víctimas «desaparezcan
en silenciosa anonimidad».
Y que bastan uno o dos testimonios honestos y simples, como los del sargento
Schmidt o el del viejo Grynszpan, para mantener viva la llama de la esperanza.
En palabras de Hannah Arendt (traduzco):
Políticamente hablando, la
mayor parte de la gente se somete bajo condiciones de terror, pero alguna gente
no se somete... Humanamente hablando, no se requiere más y, razonablemente, no
se puede pedir más para que este planeta siga siendo un lugar digno de ser
habitado.[35]
La responsabilidad
Eichmann nunca
mató a nadie personalmente, ni judío ni no judío. Por lo tanto, jurídicamente[36]
no podía ser reo de crímenes individuales pero, al igual que Hitler y otros
jerarcas nazis, fue el promotor del
asesinato de millones de personas. Paradojas del poder, de la cadena de mando y
de la disposición a obedecer de la
masa humana. Una interesante conclusión de la Casa de Justicia de Jerusalén fue
que «el grado de
responsabilidad en un crimen se acrecienta
a medida que aumenta la distancia con la persona que toma en sus manos la
herramienta de ejecución».[37]
Es decir, que la excusa con la que Eichmann se quiere disculpar, o salvar, de
que él sólo obedecía órdenes y que de no hacerlo se veía expuesto a la
degradación o a consecuencias peores, no le libra de la responsabilidad por
haber participado en la maquinaria de exterminio. Algo que debería apuntarse
bien cualquier burócrata que solo pretende «hacer bien su trabajo» sin plantearse problemas de conciencia. Gottgläubiger es la palabra que
utilizaban los nazis para expresar que no eran cristianos y que no esperaban
vida después de la muerte. Eichmann «murió en su ley»,
como murieron tantos otros fanáticos que trataron de ocultar y de ocultarse la
verdad de sus propios actos: la banalidad del mal, que desafía la palabra y el
pensamiento.
El epílogo
Crímenes de guerra
«… La verdad del asunto es
que todo el mundo sabía, al finalizar la segunda guerra mundial, que el
desarrollo tecnológico de los instrumentos de violencia había convertido en
inevitable la adopción de la 'guerra criminal'. La definición de los 'crímenes
de guerra' de la Convención de la Haya, que se apoyaba en la distinción entre
soldado y civil, entre ejército y población local, entre objetivos militares y
ciudades abiertas, había quedado obsoleta. Por lo tanto, se tenía la impresión
de que, bajo estas nuevas condiciones, los 'crímenes de guerra' se producían
solamente fuera del ámbito militar, donde se pudiera demostrar un propósito inhumano
deliberado... Ese factor de “brutalidad gratuita”…».[38]
Armenia
«… el caso del armenio
Tindelian, que en 1921 mató de un disparo en el centro de Berlín a Talaat Bey,
el mayor asesino en los pogromos armenios de 1915. Se estima que se masacró a
un tercio de la población armenia en Turquía, ceca de 600.000 personas».[39]
Ucrania
«… el caso de Shalom
Schwartzbard, que disparó contra Simon Petlyura el 25 de mayo de 1925 en París,
causándole la muerte. Petlyura fue capitán en los ejércitos ucranianos y
responsable de los pogromos que causaron alrededor de 100.000 víctimas entre
1917 y 1920, durante la guerra civil rusa».[40]
El punto
El punto es que ninguno de
estos asesinos se conformó con matar a "su" criminal, sino que
inmediatamente se entregaron a la policía e insistieron en que se les juzgara.
Ambos utilizaron el juicio para, mediante los procedimientos judiciales para el
esclarecimiento de los hechos, poder mostrar al mundo los crímenes que se
habían perpetrado contra su gente y habían quedado impunes.[41]
El precedente
«Está en la verdadera
naturaleza de las cosas humanas que todo acto que ha hecho su aparición y se ha
registrado en la historia de la humanidad, se queda con esa misma humanidad
como una potencialidad mucho tiempo después de que se haya convertido en
pasado. Ningún castigo ha tenido la suficiente fuerza como para disuadir o para
prevenir la comisión de crímenes. Por el contrario, sea cual sea el castigo,
una vez que un crimen específico aparece por primera vez, su reaparición es más
probable que antes de su primera emergencia. Las razones particulares que nos
hablan de la posibilidad de repetición de los crímenes cometidos por los nazis
son, por cierto, más plausibles. Para hacernos temblar, bastaría la aterradora
coincidencia de la moderna explosión de la población con el descubrimiento de
artefactos técnicos que, a través de la automatización, pueden convertir en
“superfluos” grandes sectores de la población —incluso en términos de trabajo—
y que, mediante la energía nuclear, sea posible "ocuparse" de esta
doble amenaza con el uso de instrumentos al lado de los cuales las
instalaciones de gas de Hitler nos parecieran torpes juguetes de un niño
diabólico».[42]
Eichmann, ¿un monstruo?
El interés por
la naturaleza humana de Hannah Arendt radica en la frase: nada humano es ajeno
a mí...
El problema de Eichmann es
precisamente que muchos eran como él, y que la mayoría no eran ni pervertidos ni
sádicos, que eran y todavía son terrible y terroríficamente normales... porque
esto implica... que este nuevo tipo de criminal, que es de hecho hostis generis humani,[43]
comete sus crímenes bajo circunstancias en las cuales es prácticamente
imposible para él que sienta o se dé cuenta de que está haciendo el mal.[44]
¡No hay conciencia de culpa!
La controversia
Nada más
publicarse los artículos en The New
Yorker surgió una controversia que fue creciendo con la publicación del
libro en inglés hasta alcanzar unas proporciones gigantescas con la traducción
al alemán. Apareció, muy especialmente entre la comunidad judía tanto en
Estados Unidos como en Israel, un sentimiento de indignación contra el libro de
Arendt por dos razones. La primera tiene que ver con el hecho de que la
filósofa desvelara el papel que jugaron los «consejos judíos» en Europa durante el Holocausto; la segunda, por
la utilización del término «banalidad» para calificar al mal que
había causado Eichmann y otros muchos como él. Porque, ¿cómo se puede tildar de
«banal» el mal que subyace a
tales crímenes de lesa humanidad?
Las entrevistas en Alemania
A riesgo de
repetirme, quiero entrar aquí a comentar dos entrevistas exclusivas para los
medios de comunicación en Alemania. Tras encontrar una traductora a gusto de
Hannah Arendt —traducción que se encargaría de revisar, al ser el alemán su
lengua materna—, se preparó la edición alemana de su obra para poderla
presentar, a mediados de octubre de 1964, en la Feria del Libro de Fráncfort[45].
Cierto es que esta nueva edición estaba mucho mejor contextualizada que la
original en inglés, entre otras cosas porque venía precedida de una larga
crítica de Hans Mommsen y de una introducción [Vorrede] de la misma Hannah
Arendt. Habiéndome referido ya anteriormente a Mommsen, la introducción de
Arendt, que bien se puede catalogar como un auténtico ensayo sobre verdad y
política, resulta sumamente esclarecedora sobre el contenido y el sentido de Eichmann en Jerusalén.[46]
Ante la
probable resonancia que un libro tan polémico pudiera alcanzar en la RFA, se
proyectó una primera entrevista con Hannah Arendt que llevaría a cabo Günter
Gaus.[47]
Desde abril de 1963, el conocido periodista, publicista, diplomático y político
dirigía un nuevo programa de entrevistas para la cadena de televisión ZDF
[Zweites Deutsches Fernsehen] con el nombre de Zur Person. No puedo evitar establecer una similitud con el
programa emitido por la TV española durante la Transición que consistía en
debates extraordinariamente transparentes y que significativamente llevaba el
nombre de La Clave. La entrevista se
grabó el 16 de septiembre de 1964 y se emitió el 28 de octubre[48],
justo tras la Feria del Libro de Fráncfort de ese año. Es curioso que unos días
después, Hannah Arendt concediera también una entrevista radiofónica al
periodista e historiador Joachim Fest, que trabajaba para la cadena de radio
SWR [Südwestrunfunk]. Esta entrevista se produjo dentro del marco de un
programa que trataba temas importantes para la sociedad alemana de la RFA y
que, quizás por ello, ostentaba el nombre de Das Thema.[49]
Ambas entrevistas hay que entenderlas, por tanto, en el contexto de la
presentación de la traducción alemana de Eichmann
en Jerusalén, con todo lo que esto podía suponer en cuanto a remover un
pasado que la sociedad alemana (al menos en la República Federal) estaba
tratando de superar... y quizás olvidar.
Las dos
entrevistas, que he escuchado en alemán, quedaron reflejadas por escrito en dos
ediciones a las que me referiré para las citas y que se pueden encontrar en la
bibliografía final, aunque por supuesto se puede acudir tanto a los archivos de
la ZDF como de la SWR en Internet. También se encuentran en YouTube y en otras
fuentes. La entrevista para la televisión alemana incide más en la personalidad
de Hannah Arendt como filósofa, y no resulta tan relevante para el libro sobre
Eichmann que aquí se reseña, por lo que me centraré exclusivamente en la
segunda entrevista con Joachim Fest.
La entrevista para la radio
La entrevista
radiofónica tuvo lugar el 9 de noviembre de 1964. Joachim Fest tenía buenas
razones para entrevistar a Hannah Arendt, porque él mismo había publicado un
libro, en 1963 y en la misma editorial (Piper), que coincidía básicamente con
los puntos de vista de Arendt.[50]
Pero, presionado por la editorial y dadas las características de la
controversia suscitada, envió las preguntas por escrito proponiéndole una
entrevista «arreglada» para que pudiera salir
airosa. Sorprende la respuesta de Arendt por su honestidad: «Es evidente que existe un
malentendido... Nunca tuve la intención de defenderme». Y añade que acepta la «conversación con usted» después de haber leído su
libro, convencida de que «debe
haber cosas sobre las que podamos hablar con provecho».[51]
Joachim Fest
entrevistó por lo tanto un 9 de noviembre a Hannah Arendt acerca del libro que
esta última publicaba en lengua alemana sobre el proceso contra Adolf Eichmann,
y ese mismo día —de diferentes años— ha pasado a ser conocido como el Día del
Destino [Schicksalstag] en Alemania, porque se han dado acontecimientos
decisivos de la Historia alemana: en 1918 Philipp Scheidemann proclama la
República (de Weimar), en 1923 se da el intento de golpe de Estado en Múnich,
en 1938 es la Noche de los Cristales Rotos y en 1989 se produce la caída del
Muro de Berlín.
Al margen de
esto, la entrevista resulta sumamente esclarecedora sobre el significado y el
alcance de la palabra «banalidad» al explorar otros puntos
de vista de la pensadora que no son esencialmente políticos o jurídicos, sino
más específicamente filosóficos. No obstante, convendría precisar que Arendt no
se consideraba a sí misma como filósofa, sino simplemente como una persona que
se ocupaba de la «filosofía
política», es decir,
de buscar un acercamiento entre el pensamiento y la acción. La controversia
surgida en torno a la publicación de Hannah Arendt hace que esta se valga de la
entrevista para reflexionar, no solo sobre los conceptos de «verdad y política», sino también sobre la
misma actividad de pensar y juzgar. En su obra póstuma The Life of the Mind tratará de dilucidar una intuición sugerida
por el proceso contra Eichmann: «¿Es que el pensar puede evitar que se haga el mal?».[52]
La primera
pregunta de Fest es acerca de la relación entre el juicio contra Eichmann en
Jerusalén y los llamados «juicios
por los campos de concentración» [KZ-Prozessen] celebrados entre diciembre de 1963 y agosto de
1965 para juzgar a oficiales de rango medio y bajo que sirvieron en el complejo
de Auschwitz-Birkenau. A esta cuestión, Arendt básicamente responde que las
estadísticas demuestran un incremento de los juicios contra criminales de
guerra desde la captura de Eichmann. La segunda pregunta del periodista e
historiador va dirigida a «lo
que tienen en común alemanes y judíos en cuanto a “un pasado sin asumir”
[unbewältig]», a lo
que Arendt replica que todos los pueblos suelen tener un pasado sin superar o
solucionar, pero que judíos y alemanes «están directamente implicados»[53] en esto. No obstante,
Arendt precisa que el tipo de implicación es contraria, puesto que unos
participaron como víctimas y otros como verdugos, con lo que ambos pueblos
deberían trabajar el pasado común de manera completamente diferente.[54]
El periodista
habla a continuación de «un
nuevo tipo de criminal»,
que ya apareció en los juicios de Núremberg. Arendt puntualiza que, en el caso
de Eichmann, este nuevo tipo de criminal se caracteriza «por no tener motivos criminales» tal y como nos los
representamos comúnmente, sino que simplemente siguió la corriente dominante
[Mitläufer]. Dice además que este tipo de personas son inofensivas sin el apoyo
de otros. Arendt persigue ese argumento diciendo algo interesantísimo:
Actuar con otros
[Mitmachen] produce poder. En tanto que estás solo, estás despojado de poder,
por muy fuerte que seas. Este sentimiento de poder, que surge al actuar
conjuntamente, no es malo en sí mismo, es algo común a todos los seres humanos,
pero tampoco es bueno por sí. Sencillamente es neutral, lo describimos como un
fenómeno humano cuya ejecución produce una notable sensación de placer.[55]
Arendt no
moraliza, pero sí analiza también la diferencia entre «actuar» y «funcionar»,
en el sentido de que «la
forma perversa de actuar es funcionar»[56], y
que «funcionar» o la «función» elimina tomar decisiones
juntamente con otros para simplemente llevarlas a cabo. Esta «despreocupación» o «falta de responsabilidad» [Leerlauf] produce, como
se dijo, un enorme sentimiento de placer. Es más: Eichmann no es que derivara
su satisfacción de un sentimiento de poder, sino que era «un típico funcionario» y por eso doblemente
peligroso, porque en realidad le daba igual el aspecto ideológico.
Demonizar a
todos los criminales de guerra nazi era un recurso fácil para no profundizar en
la naturaleza humana e incluso justificar los actos de los vencedores. Por un
lado, dice el entrevistador, una buena excusa para los aliados por no haber
intervenido antes de 1939, por otro lado, es mayor la gloria por haber vencido
al terrible enemigo. Pero Arendt replica a esta fácil interpretación diciendo
que «la demonización» se dio sobre todo entre
los mismos alemanes o los alemanes emigrados (incluidos los judíos) y que los
aliados quedaron horrorizados cuando se supo toda la verdad al final de la
guerra, apenas lo podían creer... La demonización del enemigo, del otro, puede
servir para aminorar el sentimiento de culpa, puesto que sucumbir ante «el demonio encarnado» te libra de culpa: no se
ha podido hacer nada, no se ha participado ni por activa ni por pasiva. Arendt
va más allá y habla del demonio como «el ángel caído»
que naturalmente es más interesante —un pensamiento bastante recurrente en los
años veinte y treinta— que el ángel que nunca se rebeló, de igual manera que,
hablando en el plano filosófico, lo negativo es el auténtico empujón o
detonante [Anstoß] que lleva a la Historia, etc.[57]
Interesante es
cómo el periodista plantea la falta de mala conciencia de Eichmann, su falta de
crueldad o de instintos sádicos, lo que le hacía «lamentar» las consecuencias de sus decisiones, produciéndole así «un sentimiento de remisión [Bewährung]». Arendt da otra pequeña
lección de filosofía en dos palabras, diciendo que es muy común juzgar lo que
es malo o bueno por el sentimiento de placer o disgusto que produce. En otras
palabras, creemos que lo malo es aquello que aparece en forma de tentación,
mientras que lo bueno es aquello que nos resistimos a hacer espontáneamente. B.
Brecht, Maquiavelo e incluso Kant se refieren a esto: resistir la tentación, un
sentimiento muy cristiano. «Eichmann
y otros muchos de esa gente tuvieron a menudo la tentación de hacer lo que
nosotros denominamos lo Bueno, pero la resistieron precisamente porque era una
tentación».[58]
La siguiente
pregunta se refiere específicamente al subtítulo de la obra que acaba de
publicar Arendt, «la
banalidad del mal»,
asumiendo que un tipo como A. Eichmann no encaja en el concepto de mal que
hemos aprendido en nuestra cultura. Respecto a los malentendidos que sugiere la
famosa frase, Arendt los cree inevitables por pertenecer a lo que ella denomina
más genuino o auténtico [echt] en toda esta polémica. Difícil de entender, pero
la misma Arendt resultó sorprendida por su descubrimiento del personaje
Eichmann. Precisa sin embargo que no se refiere a la banalidad como algo «cotidiano» [alltäglich] en todos los
seres humanos, es decir, que haya un Eichmann en cada uno de nosotros, sino más
bien que lo banal es algo falto de interés o «de escaso valor» [minderwertig]. Mediante una anécdota que cuenta
Ernst Jünger en sus diarios, Hannah Arendt pasa a explicar más en detalle lo
que ella entiende por lo banal en la conducta de Eichmann y otros como él, y es
ese rechazo o reluctancia [Unwille] a simplemente representarse lo que la otra
persona está experimentando, lo que a Arendt le parece sumamente estúpido, y en
ese sentido banal:
«Esta tontería [Dummheit]
tiene algo verdaderamente ofensivo [empörend]»[59]
porque es un insulto a la inteligencia y, por lo tanto, no tiene nada de
demoniaco o profundo. Viene a decir algo interesantísimo, y es que considera a
Eichmann como un tipo muy inteligente, pero estúpido en este aspecto. Y es esa
estupidez la que le parece indignante o escandalosa.[60] Hoy en día lo definiríamos
como incapaz de empatizar, lo que, llevado a un extremo, podría significar un
psicótico.
El siguiente
tema que el periodista pone sobre el tapete es la comparación con Rudolf Höß
(comandante de Auschwitz) con Eichmann, aparte de referirse a los principios
morales kantianos a los que falsamente aludió Eichmann durante su juicio. Es
decir, Eichmann tergiversó a Kant porque el imperativo kantiano dice
precisamente que «cualquier
persona en cualquier acción debe reflejar si la máxima de su acción puede convertirse
en una ley general»,
lo que significa: cualquier persona está «emitiendo una ley interna» si es verdaderamente sincera y por lo tanto
es lo contrario de la obediencia ciega. Lo único que tomó Eichmann de Kant es
la distinción entre deber e inclinación [Neigung], cosa que, dice Arendt, está
muy extendida en Alemania.[61]
El sentimiento del deber en Alemania, yo diría de obediencia, de cumplimiento
de la función o de disciplina no es algo en sí positivo ni negativo, pero sí
pudo ser utilizado por otros para conseguir sus fines.
No es que el
alemán medio, o cualquier otro pueblo por antonomasia, sea especialmente
brutal, sino que el problema estriba en —según las palabras del propio Kant— la
incapacidad «de
ponerse en el lugar de la otra persona».[62]
Eso es lo que Arendt llama estupidez, como «hablar con un muro de ladrillo». Nunca se consigue
ninguna reacción porque ese tipo de personas no escuchan. La segunda cosa que
le choca a Arendt como específicamente alemana es la idealización de la
obediencia —cosa que no se puede decir de los españoles, al menos hasta ahora.
De nuevo, la obediencia puede ser buena cuando somos niños, pero debe ir
desapareciendo con la adolescencia para poder desarrollar nuestra personalidad.[63]
El secreto de
una vida guiada por el sentimiento de obediencia es que pretende librarse de la
responsabilidad por las propias acciones, para así liberarse del sentimiento de
culpa. Cuando las cosas salen mal, se pone uno en la posición de «esclavo obligado» y señala a los verdaderos
culpables en las instancias superiores, los que emiten las órdenes que no se
pueden discutir. Justo en ese momento se da una interpelación del periodista de
cómo es posible hacer otra cosa cuando estamos sometidos a un estado
totalitario y, más aún, se refiere a los «consejos judíos» que colaboraron con las autoridades
nacionalsocialistas en el funcionamiento de la maquinaria de exterminio.[64]
Arendt se
desvía de esta pregunta para apuntar primeramente que, por lo general, los
nazis no expresaron remordimientos por sus actos. Eichmann incluso llegó a
decir: «el
remordimiento es cosa de niños».
Pero ninguno de los responsables juzgados asume claramente responsabilidad por
sus actos. Obediencia simplemente, seguir la corriente a lo que se lleva, a la
opinión mayoritaria sin importar los principios o las razones, sin exhibir
espíritu crítico. En este sentido, a Arendt le parece significativa la
satisfacción que obtiene Eichmann al someterse a una autoridad, a cualquier
autoridad, incluso durante el proceso en Israel.[65]
Volviendo a la
pregunta sobre la responsabilidad: siempre hay una alternativa sin que tenga
que ser necesariamente el martirio. Tratar de quitarse de en medio, de escurrir
el bulto, pero no colaborar gustosamente por las ventajas que eso puede
reportar. Pero si se quiere obligar a tomar partido, Arendt dice que siempre
queda la posibilidad de quitarse la vida —incidentalmente, Allan Watts dice que
es realmente el único acto verdaderamente libre que podemos realizar. En otras
palabras, no colaborar en lo que otros hacen simplemente porque otros lo hacen
cuando no estamos internamente convencidos. Eso sería una traición a uno mismo
a la que Arendt se refiere en otros escritos. Ese decir «yo» en vez de «nosotros» significa por lo tanto
juzgar por uno mismo, cosa que no depende de la formación, edad, clase social o
cultura. En cambio, todos los que actúan y se suman al pensamiento dominante
siempre se justifican a posteriori
con un «lo hicimos
para que las cosas no fueran a peor», argumentación absurda en sí misma porque «las cosas no podían haber
ido peor».[66]
El juez americano que llevó los procesos de Núremberg lo expresa con estas
palabras:
Si les preguntamos (a los
acusados) por qué colaboraron en todo esto durante tanto tiempo, dicen que fue
porque querían prevenir algo peor; pero si les preguntamos por qué entonces
todo resultó tan mal, dicen que no tenían poder.[67]
Su apología se convierte entonces en una mera excusa. ¿Cómo permanecer sin culpa en una sociedad totalitaria? Karl Jasper, mentor de Hannah Arendt, lo describe con una frase genial: «Nos sentimos culpables de estar vivos... porque solo pudimos sobrevivir aprendiendo a mantener la boca cerrada».[68] El común de las personas no son héroes, pero tampoco criminales. El problema de la culpa colectiva que se atribuyeron los alemanes después de la guerra es que puede servir para «cubrir» [decken] a los verdaderos culpables. Arendt dice que no es lo mismo «saber» [mitwissen] que «colaborar» [mitwirken], y que mucha gente no pudo hacer otra cosa que observar y callar. Para castigar a los auténticos culpables no es bueno colectivizar la culpa, porque no puede caber la misma carga de culpa a todo el conjunto social. En otras palabras: generalizar la culpa es ocultar la culpa. A esto añade Arendt la precisión de que bajo una sociedad tan absolutamente totalitaria y controladora como fue la Alemania nacionalsocialista se da el fenómeno de la impotencia frente al poder [Ohnmacht], pero que cabe la posibilidad de mantenerse al margen y no convertirse en un colaborador criminal. La imposibilidad de resistencia la achaca Arendt al «aislamiento» en el que se encontraban los individuos, incapaces de organizarse para una acción común.[69]
En este
momento de la entrevista, Joachim Fest emplaza a Hannah Arendt frente a la
famosa frase de Platón (atribuida a Sócrates): «Es mejor sufrir injusticia que causarla».[70] Lo que da lugar a una
verdadera declaración de principios de la filósofa. En primer lugar, la frase
parece evidente, pero no se puede probar. ¿En qué consiste su evidencia? Hay
otra frase de Sócrates que parece explicarlo: «Es preferible estar en desacuerdo con todo el
mundo antes que con uno mismo, puesto que soy uno». Vivir con uno mismo significa «hablar con uno mismo», viene a decir Hannah
Arendt, y, como ya sabemos por Wittgenstein y otros filósofos, hablar con uno
mismo es básicamente pensar. Si me encuentro en conflicto conmigo mismo, surge
una situación insoportable puesto que no puedo escapar de mí mismo, por decirlo
así. Ser «dos en uno», vivir con uno mismo significa,
según Arendt, dialogar con uno mismo, lo que en definitiva es pensar. Pensar no
como cálculo o planificación, sino más bien para ponerse de acuerdo.
Puesto que
continuamente tengo trato conmigo mismo y pudiera haber situaciones en las que
yo no esté de acuerdo con el mundo, tengo derecho a refugiarme en mí mismo, por
así decirlo, o incluso en un buen amigo a quien me pueda confiar, pues según
Aristóteles la amistad es el «otro
yo» [autos allos]. Y esto, dice Hannah
Arendt, es la salida más honrosa a situaciones en las que nos sentimos
impotentes frente a un poder totalitario. A pesar de ser incapaces de
oponernos, se puede uno apartar de dicha situación y continuar pensando. Ya que, no estando unido a mí mismo, surge un
conflicto que me resultaría, a la larga, insoportable. Si vivo siempre conmigo
mismo me veo en la necesidad de dialogar conmigo mismo para pensar, y si no
alcanzo un acuerdo, el sufrimiento me lleva a actos desesperados para olvidarme
de que vivo en contradicción. Por ejemplo, yo no quisiera vivir con un asesino,
pero si cometo un crimen me veo obligado a tenerlo dentro —a menos que me
suicide y «me libere» de toda responsabilidad—
y puedo suponer que cualquier persona puede ser un asesino, puesto que yo lo he
sido. O bien, en código cristiano, hacer acto de contrición y sentir
remordimiento (o viceversa) que es una especie de castigo expiatorio
autoimpuesto.[71]
La burocracia
hace que el individuo —parte de ella o inmerso en ella— pierda el sentido de la
justicia, al sentirse parte de un engranaje que además refiere a una autoridad
omnipotente (como pueda ser el Estado). En el caso de los criminales nazis
imbricados en los sistemas de destrucción masiva tan perfectamente alemanes, se
dio lo que Hannah Arendt llama la «inmigración interna», es decir, causaban mal externamente, pero tenían «reservas privadas» o «reservas mentales». Una falacia para autoengañarse, según
Arendt. Por otro lado, la burocracia facilita refugiarse en el anonimato, por
eso es burocracia, para extinguir así a la persona individual en la función.
Cuando se juzga a un burócrata, como pueda ser el caso de Eichmann, lo que se
lleva al estrado no es al funcionario, sino a la persona. Podríamos decir que
el juicio humaniza al individuo en el sentido de que se le pide
responsabilidades por sus actos. La responsabilidad se difumina también cuando
se actúa sin reflexión. Cuando se está inmerso en una actividad absorbente, es
imposible reflexionar si no se para (internamente) a pensar por un instante. La
reflexión no debe ser sobre uno mismo, sino sobre lo que uno hace, para poder
llegar así a una «conciencia
de responsabilidad»
[Verantwortungsbewusstsein].[72]
El periodista
plantea una pregunta muy interesante acerca del individuo o el aparato que
engloba al individuo y le obliga a cometer ciertos actos, digamos, que van
contra la propia conciencia... Muy actual, pues hoy en día matar o aniquilar (digamos
profesional o socialmente) vidas es una tarea rutinaria de oficina, mediante la
cual no tenemos contacto alguno con nuestra víctima. La tecnología va
facilitando todo esto cada vez más, e incluso pone en manos de las mujeres los
mismos instrumentos de violencia a distancia que en los hombres, pues la fuerza
o el valor —características que el macho ha desarrollado para sobrevivir
animado por la hembra y su prole— ya no son necesarios. Es más, Arendt
dice que es más de temer el burócrata rellenando formularios (hoy en día
telemáticamente) que el soldado que se bate en el frente, pues al menos este
arriesga su propia vida, mientras que aquel «mata... como si fueran moscas».[73] Eichmann no entra dentro de
las típicas categorías de asesinos movidos por pasiones, interés propio o
convicción incluso, este último un motivo (ideológico) tan válido como los
otros. Eso no le hace mejor, sino tal vez incluso peor porque, dice Hannah
Arendt más claramente en la edición alemana de su libro:
El alejamiento de la
realidad y la falta de reflexión pueden causar, unidos, más desgracias que
todos los malos impulsos reunidos que quizás vivan dentro del ser humano.[74]
Hablando de
hacer justicia en el ámbito de lo legal, Arendt admite que los textos legales
no nos preparan para asesinatos en masa administrativos. La justicia tiene como
fin restaurar o sanar el orden alterado por la injusticia mediante la condena
de los culpables, pero también es importante para «el honor y dignidad» [Ehre und Würde] de la víctima que el culpable
sea castigado por el acto delictivo que afectó a aquella. Por un lado, la
sociedad: por el otro, el individuo. Esto último es especialmente significativo
en lo que atañe los judíos, pues sería una afrenta al honor y la dignidad de
este pueblo el que los responsables permanecieran impunes en Alemania.[75]
Durante el
proceso contra Eichmann, el colapso moral de todo el mundo, víctimas o
verdugos, quedó al descubierto tras la publicación del libro de Hannah Arendt.
Respecto a las desorbitadas reacciones que este ha provocado, la filósofa se
confiesa sorprendida porque dio a leer el manuscrito a bastantes personas antes
de llevarlo a edición, y todo el mundo (entre ellos numerosos judíos) se
manifestaron entusiasmados. La reacción posterior la achaca ella a una «campaña»
(de difamación) a la que se sumó por mimetismo toda la élite intelectual que
antes la había apoyado incondicionalmente. A esto, la pregunta del periodista
es un tanto cínica: «¿Debemos
siempre decir la verdad, incluso si entra en conflicto con ciertos intereses
legítimos, por un lado, o con los sentimientos de la gente, por el otro?».[76]
Arendt
defiende lo que cualquier persona íntegra podría defender, la independencia de
criterio y el derecho a decir la verdad, verdad que ella define como los hechos
factuales [Tatsachenwahrheiten], es decir, las cosas que fueron como fueron o,
puestos en el presente, la realidad tal cual es y no como nos gustaría que
fuese. No cree haber ofendido intereses legítimos, porque los intereses de
entidades u organizaciones no le parecen legítimos en cuanto que tratan de
ocultar la verdad. Le duelen en cambio los sentimientos legítimos de las
personas que pudieran haberse ofendido. Aunque el único sentimiento legítimo
que ella considera auténtico es el «pesar o disgusto» [Trauer] y no el de «autosatisfacción» [Selbstbeweihräucherung], siente haber herido los sentimientos
de la gente debido a su estilo, que es irónico y soberano, pero que frente a
eso no puede hacer nada porque refleja su personalidad.[77] La ironía como acto soberano
en sus escritos para poner de relieve la espantosa mediocridad
[Durchschnittlichkeit] de estos criminales políticos, la banalidad del mal.[78]
Por último, en
su día se desaconsejó la publicación alemana (1964) de Eichmann en Jerusalén,[79] porque se pensaba que
pudiera tener «efectos
negativos sobre la conciencia colectiva»[80]
(de los alemanes). Los judíos, o tal vez los mismos alemanes, temieron que los
antisemitas trataran de manipular los argumentos expuestos, como por ejemplo «los judíos tuvieron la culpa
de lo que les pasó»[81],
cuando eso no es lo que el libro de Arendt intenta mostrar. Acaba con una
ironía sobre la madurez de los alemanes para recibir tales reflexiones y que,
si después del escarmiento que recibieron en la Segunda Guerra Mundial no han
alcanzado un cierto grado de madurez, ¿qué se puede esperar?
Juan Pedro Rodríguez-Ledesma
Reflexiones en torno a «la banalidad del
mal»
Eichmann in Jerusalem. A Report on the Banality of Evil by Hannah Arendt (1963)
Revisión y corrección de estilo: Francisco Rodríguez Criado:
https://narrativabreve.com/el-autor-escritor-francisco-rodriguez-criado-libros
Y Equipo
de Numinis Revista de Filosofía
BIBLIOGRAFÍA
- «Die Rundfunksendung vom 9. November
1964» in: Arendt, Hannah. Fest, Joachim. Eichmann
war von empörender Dummheit. Gespräche und Briefe. Hrsg. Ursula Ludz und
Thomas Wild. Piper, 2011, pp. 36-60.
- Arendt, Hannah. «Eichmann was
outrageously stupid» in: The last
interview and other conversations. Melville House, 2013.
- Arendt, Hannah. Eichmann in Jerusalem. A Report on the Banality of Evil. Viking
Press, 1963.
- Arendt, Hannah. Eichmann in Jerusalem. A Report on the Banality of Evil. Faber and
Faber, 1963.
- Arendt, Hannah. Eichmann in Jerusalem. Ein Bericht von der Banalität des Bösen.
Reclam, 1990.
- Arendt, Hannah. Eichmann in Jerusalem. Ein Bericht von der Banalität des Bösen.
Piper, 2011.
-
Arendt,
Hannah. Sokrates. Apologie der
Pluralität. Eingeleitet von Matthias Bormuth und mit Erinnerungen von
Jerome Kohn. Matthes & Seitz, 2016.
- Fest, Joachim. Das Gesicht des Dritten Reiches. Profile einer totalitären Herrschaft.
Piper, 1963.
- Gaus, Günter. "Was bleibt? Es
bleibt die Muttersprache" in: Was
bleibt, sind Fragen. Die klassischen Interviews. Hrsg. Hans-Dieter Schütt.
Das neue Berlin, 2000, pp. 310-335.
[1]
Arendt, H. Eichmann in Jerusalem. A
Report on the Banality of Evil. Viking Press 1963.
[2] «Acknowledgements, Sources, and Bibliography»
in: Arendt, H. Eichmann in Jerusalem.
Faber & Faber 1963, p. 259.
[3] Mommsen,
H. «Hannah Arendt und der Prozeß gegen Adolf Eichmann»
in: Arendt, H. Eichmann in Jerusalem. Ein
Bericht von der Banalität des Bösen. Reclam, 1990, pp. 5-48.
[4] En abril de 1961 se abrió el proceso contra
Eichmann en Jerusalén.
[5] El 13 de agosto de 1961.
[6] Contents.
A partir de ahora utilizaré la edición en inglés de Faber & Faber en 1963, Eichmann in Jerusalem, para todas las
referencias a este libro.
[7] «The
House of Justice» in: Arendt, H. Eichmann in Jerusalem. Faber & Faber 1963, p. 1-17.
[8] «The Accused» Arendt, H. Ibd. p. 18-31.
[9] «An Expert on the Jewish Question» Arendt, H. Ibd.
p. 32-50.
[10] «The First Solution: Expulsion» Arendt, H. Ibd.
p. 51-62.
[11] «The Second Solution: Concentration» Arendt, H. Ibd.
p. 63-77.
[12] «The Final Solution: Killing»
Arendt, H. Ibd. p. 78-98.
[13] «The Wansee Conference, or Pontius Pilate» Arendt, H. Ibd.
p. 99-119.
[14] «Duties of a Law-Abiding Citizen» Arendt, H. Ibd.
pp. 120-134.
[15]
Arendt, H. Fest, J. «Die Rundfunksendung vom 9. November 1964» en: Eichmann war von
empörender Dummheit. Gespräche und Briefe. Piper 2011, pp. 36-60.
[16] «Kein Mensch hat bei Kant das Recht zu gehorchen». Arendt,
H. Fest, J. Ibd. p. 44 (para la
traducción de esta frase tan críptica, me he apoyado en la versión española de La promesa de la política, editorial
Paidós 2008).
[17]
Arendt, H. Eichmann in Jerusalem.
Faber & Faber 1963, p. 122.
[18] «Deportations from the Reich: Germany, Austria, and the
Protectorate» Arendt, H. Ibd. pp. 135-145.
[19] «Deportations from Western Europe: France, Belgium, Holland,
Denmark, Italy» Arendt, H. Ibd. pp. 146-162.
[20] «Deportations from the Balkans: Yugoslavia, Bulgaria,
Greece, Rumania» Arendt, H. Ibd. pp. 163-175.
[21] «Deportations from Central Europe: Hungary and Slovakia» Arendt, H. Ibd. pp.
176-187.
[22] Genial el colofón de este capítulo en el
que Arendt critica la noción de judíos «prominentes» por encima de
otros más humildes. Arendt, H. Ibd.
p. 119.
[23] Se trata de un Consejo Judío impuesto por
los nazis en los territorios ocupados. Arendt, H. Ibd. pp. 178-181.
[24]
Arendt, H. Ibd. pp. 106-107.
[25] «The Killing Centers in the East» Arendt, H. Ibd.
pp. 188-199.
[26]
Arendt, H. Ibd. p. 111.
[27]
Arendt, H. Ibd. p. 112.
[28]
Arendt, H. Ibd. p. 146.
[29]
Arendt, H. Ibd. pp. 154-157.
[30]
Arendt, H. Ibd. p. 158.
[31] «Evidence
and Witnesses». Arendt, H. Ibd. pp.
200-212.
[32]
Arendt, H. Ibd. pp. 206-208.
[33]
Arendt, H. Ibd. p. 210.
[34]
Arendt, H. Ibd. p. 211.
[35]
Arendt, H. Ibd. p. 212.
[36]
"Judgment, Appeal, and Execution" Arendt, H. Ibd. pp. 213-231.
[37]
Arendt, H. Ibd. p. 225.
[38]
Arendt, H. Ibd. p. 235.
[39]
Arendt, H. Ibd. p. 244.
[40]
Arendt, H. Ibd. p. 243.
[41]
Arendt, H. Ibd. p. 244.
[42]
Arendt, H. Ibd. p. 250.
[43] «Enemigo del género humano». Nota del
traductor.
[44]
Arendt, H. Op. cit. p. 253.
[45] Arendt,
H. Eichmann in Jerusalem. Ein Bericht von
der Banalität des Bösen. Piper, 1964.
[46] «Vorrede»
in: Arendt, H. Eichmann in Jerusalem. Ein
Bericht von der Banalität des Bösen. Reclam, 1990, pp. 49-69.
[47]
Arendt, H. Gaus, G. «Was bleibt? Es bleibt die Muttersprache» in: Was bleibt, sind Fragen. Die klassischen
Interviews. Hrsg. Hans-Dieter Schütt. Das neue Berlin, 2000, pp. 310-335.
[48] Ludz,
U. Wild, T. Einleitung in: Arendt, H.
Fest, J. Eichmann war von empörender
Dummheit. Gespräche und Briefe. Hrsg. Ursula Ludz und Thomas Wild. Piper
2011, p. 24.
[49]
Arendt, H. Fest, J. «Die Rundfunksendung vom 9. November 1964» en: Eichmann war von empörender Dummheit.
Gespräche und Briefe. Piper 2011, pp. 36-60.
[50] Fest,
J. Das Gesicht des Dritten Reiches.
Profile einer totalitären Herrschaft. Piper 1963.
[51] Ludz,
U. Wild, T. Einleitung in: Arendt, H.
Fest, J. Eichmann war von empörender
Dummheit. Gespräche und Briefe. Hrsg. Ursula Ludz und Thomas Wild. Piper
2011, p. 25.
[52] «Kann
das Denken davor bewahren, Böses zu tun?» Ludz, U. Wild, T. Ibd. p. 9.
[53] «Unmittelbar
Beteiligten». Arendt, H. Fest, J. Op.
cit. p. 37.
[54]
Arendt, H. Fest, J. Ibd. pp. 36-37.
[55]
Arendt, H. Fest, J. Ibd. pp. 38-39.
[56] «Die
eigentliche Perversion des Handelns das Funktionieren ist». Arendt, H. Fest, J.
Ibd. p. 39.
[57]
Arendt, H. Fest, J. Ibd. pp. 40-41.
[58]
Arendt, H. Fest, J. Ibd. pp. 41-42.
[59]
Arendt, H. Fest, J. Ibd. pp. 42-43.
[60]
Arendt, H. Fest, J. Ibd. p. 44.
[61]
Arendt, H. Fest, J. Ibd. p. 44.
[62] «An
der Stelle jedes andern denken». Arendt, H. Fest, J. Ibd. p. 45.
[63]
Arendt, H. Fest, J. Ibd. p. 45.
[64]
Arendt, H. Fest, J. Ibd. pp. 46-47.
[65]
Arendt, H. Fest, J. Ibd. pp. 47-48.
[66]
Arendt, H. Fest, J. Ibd. p. 49.
[67] «...Die Apologie wird zur reinen Ausrede».
Robert H. Jackson, in: Arendt, H. Fest, J. Ibd. p. 50.
[68] «Dass
wir leben, ist unsere Schuld... denn wir konnten nur überleben, indem wir den
Mund hielten». Karl Jaspers, in: Arendt, H. Fest, J. Ibd. p. 51.
[69]
Arendt, H. Fest, J. Ibd. p. 51.
[70] «Unrecht
zu leiden, als Unrecht zu tun». Arendt, H. Fest, J. Ibd. p. 52.
[71]
Arendt, H. Fest, J. Ibd. pp. 52-53.
[72]
Arendt, H. Fest, J. Ibd. pp. 53-54.
[73]
Arendt, H. Fest, J. Ibd. p. 55.
[74]
Arendt, H. Eichmann in Jerusalem. Ein
Bericht von der Banalität des Bösen. Piper 2011, p.57.
[75] Arendt, H. Fest, J.
«Die Rundfunksendung vom 9. November 1964» en: Eichmann war von empörender Dummheit. Gespräche und Briefe. Piper
2011, pp. 56-57.
[76]
Arendt, H. Fest, J. Ibd. pp. 57-58.
[77]
Arendt, H. Fest, J. Ibd. pp. 59-60.
[78] Ludz,
U. Wild, T. Einleitung in: Arendt, H.
Fest, J. Eichmann war von empörender
Dummheit. Gespräche und Briefe. Hrsg. Ursula Ludz und Thomas Wild. Piper
2011, pp. 34.
[79] Un artículo de Golo Mann aparecido en
1964 acusó a Hannah Arendt personalmente y fue la punta de lanza del «frente»
en contra de la publicación del libro de Arendt en lengua alemana. Ludz,
U. Wild, T. Ibd. pp. 20.
[80] «Negativen
Wirkungen auf das öffentliche Bewusstsein». Arendt, H. Fest, J. Op. cit. p. 60.
[81] «Die
Juden waren selbst schuld». Arendt, H. Fest, J. Ibd. p. 60.
Cómo citar este artículo: RODRÍGUEZ-LEDESMA, JUAN PEDRO. (2022). Reflexiones en torno a «la banalidad del mal». Numinis Revista de Filosofía,
Año 1, 2022, (R1). https://www.numinisrevista.com/2022/12/Reflexiones-en-torno-a-la-banalidad-del-mal.html
Esta revista está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional
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