Dos minutos callados en el ascensor
Te montas en el ascensor. En ese momento resulta que tu vecino te pide que le aguantes la puerta para que él también pueda subir. La descarga inicial de un puñado de palabras de cortesía se transforma rápidamente en una corriente de silencio helado que ninguno de los dos se atreve a romper. Otra vez más, uno de los dos acaba finalmente condenando lo que pudo haber sido un bonito intercambio mediante la extracción del móvil y el sumergimiento, fingido o real, en alguna actividad que ya no está situada en el mismo contexto al que pertenece el compañero de ascensor. ¿Qué demonios acaba de ocurrir?
La tecnología ha supuesto una serie de transformaciones que
no solo afectan a los objetos, sino a nuestra subjetividad, en cuanto esta
necesariamente interactúa con la exterioridad de nuestro Yo, contemplada como
el conjunto de posibles espacios que intenta ocupar el sujeto, así como
los diferentes y potenciales modos de acceso al mundo, pero en la que
también caben otros sujetos. La transformación digital de los últimos siglos ha
ocasionado una escisión del mundo en el que nos hallamos instalados, sumando al
ya conocido mundo real o anterior un mundo virtual o posterior. En este medio
informático, nuestra identidad es paralela a nuestra ego encarnado,
pero con la particularidad de que este nuevo entorno otorga cierta oportunidad
de alterarlo para que encaje con lo que se quiere mostrar.
Esta variación se realiza no exclusivamente mediante una
serie de herramientas, filtros y opciones de perfil al alcance de un botón que
nos permiten variar la publicidad o privacidad de nuestra extensión en las
redes sociales, así como la imagen que reflejamos hacia afuera. Esto acaba
generando una especie de personalidad alterna que no es completamente separable
de la identidad asociada al mundo material, del mismo modo que la creación de
dicho avatar no está totalmente a nuestro alcance puesto que se presupone
cierta relación dialéctica en la que el resto de subjetividades digitales y el
cómo están conformadas influyen en la configuración de nuestro propio doppelgänger.
Uno de los niveles que se han visto más afectados por la
inserción de tecnologías en nuestro entorno ha sido el ámbito social. Esto no
solo se debe al discurso político e ideológico que existe en el fondo de la
generación de estos dispositivos, sino a una serie de consecuencias que
traspasan lo que pudo ser intencionalmente planeado, debido a la complejidad
que se deriva de que varias subjetividades interactúen entre sí en una
multiplicidad de entramados dinámicos a los que todavía no hemos podido dotar
de cierta estaticidad que permita el análisis, puesto que todavía se encuentran
en proceso de surgimiento y desarrollo.
La emergencia de la dualidad de mundos posibles también
provoca un fenómeno de distorsión de lo real-imaginario y de lo cercano-lejano.
Cuánto más inmediata y fácil se hace la relación social con el distante gracias
al aumento de medios tecnológicos, más lejana y difícil parece hacerse la
comunicación espontánea con el prójimo. El silencio y distancia con los vecinos
que vamos construyendo —no solo en cuanto a la casa, sino también respecto
transporte, al supermercado, etc.— cada vez se hace más incómoda. Entendemos
claramente que encontrarte con alguien encerrado dos minutos en un ascensor es
un contexto que posibilita la interacción social, pero, de pronto, nos vemos
prisioneros de una especie de mutismo que nos impide dicho intercambio. Nuestro
ser social intenta calmar esa tensión, por lo que recurre a ese universo
paralelo en el que puede desplegar una vez más su sociabilidad pero en un
entorno controlado, en el que somos capaces de elegir a qué prójimos y a qué
tipo de contacto social queremos recurrir.
Nuestro compañero de ascensor desparece de nuestra
percepción, bloqueamos la posibilidad de interactuar mediante ese gesto no
verbal de sacar el móvil para contestar un WhatsApp. Le trasladamos a lo
lejano, mientras que el colega con el que iniciamos el contacto electrónico se
vuelve el prójimo designado. La concepción de distancia ya no va ligada a su contexto
métrico, sino que ahora es una cuestión que responde a cómo el sujeto percibe
al otro. La dualidad imaginario-real no solo se enlaza con la creación de
nuestros dobles digitales, sino que también se puede relacionar de manera
directa con los motivos por los cuales solemos decidir no entrar en diálogo. El
mundo digital no es interpretado por nosotros como un medio físico más, sino
como un lugar en el que se despliegan una serie de posibilidades, no solo para
adornar nuestro usuario, sino para imaginar la reacción del otro, en un juego
de expectativas y de límites que, de nuevo, se enzarzan en esa dialéctica ya
mencionada en la que el contacto con otros sujetos virtuales influye en cómo
imaginamos.
Por contraste y por la falta de mediaciones que concede, encontramos
la experiencia real del roce con el otro como una situación demasiado directa y
más bien ruda. En la mayoría de los casos, descartamos que un desenvolvimiento
natural y no planeado pueda ser algo provechoso socialmente, en parte porque
hemos perdido práctica, pero también porque ya contamos con una fuente que nos
ofrece esa dopamina de origen social. La eclosión de Internet y de las redes ha
supuesto una serie de ventajas que no son ni merecen ser despreciables, pero no
por ello debemos dejar de examinar qué fugas se pueden estar generando sin
querer como consecuencia. En el proceso, puede que nos estemos perdiendo unos
dos preciosos minutos de conversación en el ascensor.
María Sancho de Pedro
Dos minutos callados en el ascensor
Cómo citar este artículo: SANCHO DE PEDRO, MARÍA. (2022). Dos minutos callados
en el ascensor, Numinis Revista. Año 1, 2022, (CL14).
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"Le trasladamos a lo lejano, mientras que el colega con el que iniciamos el contacto electrónico se vuelve el prójimo designado." Guau.
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