Mentir es Humano
¿Alguna vez te has preguntado, querido lector, qué pasaría si la clase política fuera realmente responsable de sus actos? Los delitos más graves como la corrupción, el abuso de poderes y demás están penalizados por la ley con severos castigos. Sin embargo, hay actos que, aunque no son ilegales, son moralmente reprobables y que no están penalizados, al menos directamente. Quisiera centrarme en el aspecto de la mentira.
Pocos elementos del comportamiento humano
son tan comunes como universalmente condenados, siendo la mentira uno de ellos.
Esta surge en la transición de la tribu primitiva a las complejas relaciones de
las sociedades civilizadas. Es entonces cuando la mentira se vuelve un arma más
de un vasto arsenal de manipulaciones psicológicas que se ha vuelto cada vez
más amplio y complejo a medida que la humanidad se ha ido desarrollando. Cabría
incluso preguntarse, si un acto tan mal visto cómo mentir es un rasgo indicativo
de nuestro desarrollo intelectual como especie.
En varios estudios psicológicos1 acerca
de figuras de éxito de varios campos, ya sea en las artes, los negocios o
propiamente el mundo de la política, se observan varios componentes clave con
frecuencia; narcisismo, creatividad, carencia de empatía y, por desgracia, la
frecuente utilización de las personas como herramientas. El caso de la política
española llega a ser incluso más insidioso, ya que la corrupción generalizada
entre los partidos degenera en prácticas en las que todos se usan entre sí como
herramientas para escalar a la cima. Poderoso caballero es don dinero, pero
también lo es un gran puesto en la administración pública.
Sin embargo, con lo indeseable que es la
mentira, esta no podría prohibirse (exceptuando casos puntuales como los de la
calumnia). Imaginemos ahora que la mentira en sí misma se convirtiese en algo
ilegal ¿Acaso eso impediría a la gente mentir? Pues no, y traería más mal que
bien, en cuanto otorgaría más poder al Estado sobre los ciudadanos en materia
de libertades. De la misma forma que sería sumamente paternalista que el Estado
prohibiera cosas como fumar o beber alcohol en exceso, a pesar de lo
innegablemente malo que son ambas acciones, lo mismo pasaría con el acto de mentir.
En el mundo de la política contemporánea,
no solo el de las democracias occidentales, el político que miente rara vez
suele pagar por ello, especialmente en lo que respecta a promesas para obtener
el liderazgo de un país. A menos que la mascarada sea tan obvia como
insostenible, las consecuencias de la mentira no empiezan hasta que, una vez se
ha conquistado el poder, el político empieza a actuar, frecuentemente cambiando
o incumpliendo lo que previamente había dicho.
Sería ideal plantearnos un mundo
platónico, en el que las personas persiguen el bien en sí mismo y porque es lo
correcto, pero en la realidad la gente, especialmente la que ansía algo, suele
actuar sin considerar lo ético no solo de sus actos, sino del objetivo mismo.
Al fin y al cabo, y tan bien que mal, somos libres de actuar habiendo o sin
haber un dios allá fuera.
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