Si Pascal fuera un pez pasaría menos tiempo solo
Voy
a haceros una confesión: no sé cuándo es mi cumpleaños. Bueno, estrictamente sí
lo sé (el 24 de octubre), pero aunque en teoría yo estaba allí, he de
reconocer que no recuerdo ni las sensaciones que me atravesaban ni el lugar ni
mucho menos la fecha. Si tengo una cierta idea de cuándo nací es gracias a lo
que me han dicho mi madre, mi padre, mis abuelos… desde que tengo uso de razón.
A raíz de estas palabras, además, se ha generado un extraño ritual por el que
año tras año y con precisión matemática todos los 24 de octubre recibo
felicitaciones de mis familiares, amigos y amigas, con quienes hago fiestas y
¡hasta recibo regalos!
Por
si el testimonio y las acciones de quienes me rodean fuera poco, llevo siempre
conmigo un rectángulo de plástico que me recuerda cuándo y dónde se produjo mi
dichoso nacimiento. Tan poderoso es el rectángulo en cuestión eue si yo hubiera
ido a votar en las elecciones generales de 2015 (soy, supuestamente, del 2000)
me lo habrían pedido y al ver la fecha exacta de mi natalicio no me habrían
dejado. Sin embargo, en las siguientes elecciones, allá por 2019, mediante este
mismo procedimiento no hubo ningún problema en que votase. Todo esto hace que,
aunque carezca de los medios para afirmar clara y distintamente el día en que
nací, me resulte imposible negar en la teoría y en la práctica que fue el 24 de
octubre del 2000. Podría usar estos ejemplos como coartada para reflexionar
sobre la validez epistemológica del testimonio y el carácter convencional de la
verdad. Pero hablemos mejor de nosotros. De nos-otros.
El
cumpleaños y todo lo que lo rodea nos muestra muy claramente la gran cantidad
de aspectos constitutivos de nuestra vida que no son nuestros. No solo
en el sentido de que no los tenemos en propiedad, sino de que se nos escapan y
no los podemos controlar. Sabemos cuándo nacimos por los otros y no por una
certeza cartesiana emanada de nuestra mente individual. A su vez, el hecho de venir
al mundo en torno a una cierta gente, en un momento dado, es decisivo en
nuestro desarrollo aunque, de nuevo, no hemos podido elegirlo. Con más lucidez
lo expresan Shaun Gallagher y Dan Zahavi (2008):
Nacer no es ser la fundación de uno mismo sino estar situado tanto en la naturaleza como en la cultura; es poseer una fisiología que no se elige, encontrarse a sí mismo en un contexto histórico y sociológico que uno no ha establecido (p. 227).
Con
todo lo que eso implica. No es solo un cumpleaños. Es un nombre, una o varias
lenguas, una determinada socialización de género, una clase social… Pero no
hace falta ponernos tan elevados. El simple hecho de que siempre estemos
interactuando con otros cuerpos, de que estos nos miren, nos hablen, nos
toquen… hace que, más allá de cualquier consideración sociocultural, estemos
siempre atravesados por los demás. ¿Cómo cultivar nuestra personalidad sabiendo
que la otredad está siempre a la vuelta de la esquina?
Una
posible (y popular) respuesta en la filosofía es volverse hacia el interior.
Llevamos la marca del otro por doquier, cierto, pero el hecho de haber nacido
nos concede la oportunidad de sobreponernos a nuestra impersonalidad originaria.
Con esfuerzo, aprendiendo a alejarnos del mundanal ruido, del anonimato, podemos
desarrollar un yo auténtico y radicalmente nuestro (mío o tuyo, de nadie más). Uno
de los más incisivos exponentes de esta forma de pensar fue Blaise Pascal, que
llegó a afirmar que: la infelicidad del hombre se basa solo en una cosa: que es
incapaz de quedarse quieto en su habitación.
No
hay que menospreciar la soledad. Se necesitan momentos para uno mismo y no
podemos pretender estar las 24 horas del día acompañados. Ahora bien, yo valoro
este metafórico o literal quedarse quieto en una habitación únicamente si es
transitorio. Y, sobre todo, si va precedido y sucedido de la presencia de otras
personas. La vuelta hacia el interior, si acaso tiene algún sentido esta
expresión, no es más que un medio, un alto en el camino hacia los demás en el
que ya siempre estamos inmersos.
En
vez de aspirar a una autenticidad basada en el cultivo de nuestros rincones más
íntimos, esforcémonos por desarrollarnos en el lodazal multitudinario del que
afortunadamente no podemos escapar. Que cada cual sea lo que es no a pesar de
los demás ni en contraposición a ellos, sino junto a ellos, por ellos y en
ellos.
Esto no es una llamada a asentarnos en una masa informe y maleable en la que los individuos no se distingan. Debemos tratar de desarrollar nuestra autonomía y personalidad propia (en eso estoy de acuerdo con los pascalianos), pero este intento nunca implicará un alejamiento de los demás. Por el contrario, nos exige estrecharnos con ellos. El objetivo es: «Conquistar nuestra libertad en el entrelazamiento» (2013: p. 140), que diría Marina Garcés de la mano de Merleau-Ponty.
Conviene
añadir además que este entrelazamiento no solo incluye a los seres humanos,
sino al resto de elementos bióticos y abióticos de nuestro entorno. Los
ecosistemas a los que pertenecemos y las especies que en ellos habitan junto a
nosotros contribuyen a perfilar lo que somos tanto como los factores sociales.
Por eso no solo hemos de enfatizar nuestra deuda y compromiso con nuestros
compañeros de especie, sino con el trigo, las judías, la cebolla, las vacas,
las ovejas, los cerdos, las bacterias de nuestra flora intestinal… que, entre
muchas otras criaturas, nos acompañan en nuestro viaje evolutivo. En un plano más
personal, cada uno de nosotros es también producto de la relación con sus
mascotas o las de quienes tiene cerca, de la vegetación de su entorno (o de su
ausencia), de los paisajes próximos…
Precisamente
por esto mi ideal de autonomía y personalidad nunca pasará por una habitación
solitaria, como quisiera Pascal. Se parece mucho más a la anécdota submarina
que el filósofo y buceador Peter Godfrey-Smith relata en su libro Metazoos:
En mi última inmersión antes de enviar el original de este libro vi, bajo un pequeño saliente, peces de cuatro especies diferentes que descansaban juntos y tan cerca unos de otros que en varios casos sus cuerpos se tocaban. […] La situación, por otra parte, no era de aglomeración de peces, y parecía haber muchos otros lugares disponibles, pero era allí donde querían estar (2021: pp. 215-216).
Pavlo Verde Ortega
Si Pascal fuera un pez pasaría menos tiempo solo
Bibliografía
GALLAGHER, SHAUN y ZAHAVI, DAN. (2008). La mente fenomenológica. Alianza (Madrid).
GARCÉS, MARINA. (2013). Un mundo común. Edicions Bellaterra (Barcelona).
GODFREY-SMITH, PETER. (2021). Metazoos. Shakleton Books (Barcelona).
Cómo citar este artículo: VERDE, PAVLO. (2022). Si Pascal fuera un pez pasaría menos tiempo solo. Numinis Revista de Filosofía, Año 1, 2022, (CM4). http://www.numinisrevista.com/2022/09/si-pascal-fuera-un-pez-pasaria-menos.html
Esta revista está bajo una licencia de Creative Commons Reconocimiento-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional
No hay comentarios:
Publicar un comentario