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Cuando el río suena, agua lleva — María Sancho de Pedro

  


Cuando el río suena, agua lleva


El filósofo es un sujeto curioso cuanto menos. Apadrinado por referentes y una historia ineludible, por lo general parece ser incapaz de llevar a cabo una producción textual sin apoyarse en la citación de sus predecesores. O sea, escribe sin ser capaz de librarse de la losa que constituye la tradición filosófica. Mientras tanto, cuenta también con un séquito de compañeros dedicados a solidificar esta tendencia y a abogar precisamente por ella, como si faltaran apologías al respecto.


Nadie cuestiona el hecho de que cuando se cuentan con referencias, el proceso creativo mana con mayor fluidez. Las relaciones que se crean entre diferentes ideas y conceptos facilitan navegar una suerte de inconsciente colectivo, diría Jung, o una especie de archivo cultural que a veces parece casi como si se desprendiera o sobrepasara el mero concepto de soporte material. Sin embargo, el marco histórico de la filosofía, por muy amplio que pueda considerarse, solo concede la posibilidad de citar dentro de sus propios límites. De hecho, la mayoría de los trabajos filosóficos cuentan con un sesgo de fiabilidad directamente relacionado con la cantidad de referencias que aúnen. La filosofía analítica, cuyo enfoque es más conceptual, critica esa importancia que le concede a la historia la filosofía continental, término que acoge la producción textual filosófica desde el siglo XIX hasta nuestro tiempo. Aún así, ambas comparten otra suerte de pecados y ofensas.


Quizá una de estas afrentas sea la concepción de que el filósofo solo puede ser forjado en el ámbito académico, como si la actividad filosófica fuera exclusivamente un ejercicio de estudio o de cultivo del conocimiento. A parte, dicha labor debe contar con el reconocimiento institucional, concedido habitualmente por las universidades. Aquel individuo que en su casa vive enamorado de los diálogos platónicos y que en sus conversaciones siempre trata de aportar un componente escéptico queda excluido, arrebatado de la posibilidad de llamarse a sí mismo filósofo.

 

Esto nos trae a una interesante cuestión que aborda la etimología de la palabra filosofía. La historia del término es bien conocida, quizá porque es una de las pocas cosas que se les queda a los chavales de la asignatura del mismo nombre impartida en las escuelas. En contraste con el término sofos, que alude a la sabiduría —la cual, según Platón, solo corresponde a los dioses—, se crea un término que también acuña el vocablo philos, que se traduce por amor. El filósofo, por tanto, es aquel que profesa un amor por el más alto grado de conocimiento. Actualmente, se podría discutir si esta definición sigue siendo vigente para la figura del filósofo, o si quizá este debiera compartirla incluso con otros profesionales, como los científicos.


De todas formas, reducir la concepción del filósofo a su origen etimológico no nos permite seguir ahondando en otras posibles acepciones creadas. Conviene también que nos planteemos por qué la figura del filósofo se suele concebir desde el exterior como un individuo alienado de lo existente, evadido y dedicado a empresas inútiles. Antiguamente, el personaje inspirado por Sócrates que estaba en las nubes, creado por Aristófanes en una comedia llamada efectivamente así, Las nubes, reflejaba precisamente esta percepción. Actualmente, el estudiante de filosofía suele ser calificado con cualquier término que dé a entender que su carrera no sirve para nada —gustan especialmente los calificativos porreta o perroflauta—. Realmente, ambas nociones separadas por el tiempo, aluden a una misma interpretación: el pensador que se separa de la cotidianidad, que se fuga de la realidad, que incluso reivindica a veces cómo su actividad no está destinada a nada concreto.


El academicismo que atraviesa la filosofía en su historia no ha hecho mucho por reclamar su utilidad o interés común. Resulta interesante el contraste que existe entre la filosofía racionalista moderna, embelesada en su propia arquitectura abstracta de la conciencia reflexiva; y la filosofía griega, cuya concepción de la filosofía apuesta por un afán mucho más práctico, relacionado con el cuidado del alma y el concepto de la eudaimonia, o vida buena. Hasta cierto punto, podríamos incluso clamar que sus filosofías se constituían en un formato en clave ética en la mayoría de los casos. Quizá precisamente por esto, Foucault en El coraje de la Verdad calificaba a Spinoza —cuya obra fundamental es precisamente una Ética— como el último filósofo en este sentido que comentábamos, en oposición a Leibniz que habría sido el primer racionalista amparado y encajonado en lo académico.


Faltaría mucho por reflexionar acerca de la actividad filosófica y de su principal artesano, pero no todo cabe en una columna breve. De momento, podemos insertar una conclusión que contenga un alegato a la necesidad de seguir cuestionándonos acerca de nuestro propio cometido y del nombre que algunos se atreven a otorgarnos. Tampoco dejemos de prestar atención al conglomerado de significados externos que se asocian a dicha noción. Quizá nos cuenten más que lo que nosotros seamos capaces de articular.

 

María Sancho de Pedro

Cuando el río suena, agua lleva



Cómo citar este artículo: SANCHO DE PEDRO, MARÍA. (2022). Cuando el río suena, agua lleva, Numinis Revista de Filosofía, Año 1, 2022, (CL3). http://www.numinisrevista.com/2022/09/cuando-el-rio-suena-agua-lleva-maria.html

 

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